LA LIBERTAD INTERIOR EXISTE

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Si escribe en el buscador de Google «la caída de las instituciones» le ofrece en a penas 0’28 segundos aproximadamente 28.900.000 resultados. Evidentemente, no lo señalo por la rapidez del sistema, sino por el clamor de la afirmación. Nadie nos ha dictado esa «ruptura» con lo institucional, pero es evidente que la experimentamos.

Quienes vivimos en instituciones llamadas a una fortísima transformación, como la vida consagrada, lo sabemos bien. Se mantienen estables únicamente las formas en el texto, pero la vida de quienes la habitan padece la convulsión lógica de hombres y mujeres de nuestro tiempo. Se nota cuando se expresan y, particularmente, en los momentos cumbres de la existencia: en el sentido de la vida y de la muerte. Ahí, particularmente ahí, es donde la persona afirma qué es lo que de verdad quiere y a quién de verdad quiere.

Y, si me permiten la licencia, no está mal que así sea. Voy intuyendo que la verdadera reforma pasa por afirmaciones verdaderas, expresiones veraces y sentimientos bien articulados. Pasa por una recuperación de la antropología en sentido pleno, que es cuando te sitúas como ser creado ante Dios y ante el resto de los seres creados, los hombres y mujeres del camino de la vida.

Una institución organiza y articula, pero no ama. Cuando esto se confunde encuentras personas que únicamente son capaces de pensar y valorar desde esquemas pactados, organizaciones pretéritas y búsquedas con poco recorrido. Ya saben, trienios, destinos, cargos y capítulos. Aparentemente, este tejido de secuencias llena sus vidas. Pero solo aparentemente. Va uno viendo que se trata de una población más «entretenida», que consciente del valor de la vida, las relaciones, la fidelidad y la amistad… Todos ellos valores, por lo demás, bien evangélicos. Quizá incluso sea una necesidad para no pensar en los trayectos de la existencia, sin respuesta, que una forma tan original de vida como el seguimiento de Jesús en la vida consagrada, necesita hacer en soledad uno mismo o una misma. Mis alumnos, que muchas veces me abren los ojos, frecuentemente me dicen –sin decirlo–, que la «vuelta a los orígenes» del discipulado no es del todo posible, porque el peso de la institución, aunque esté más muerta que viva, es más grande que el sueño de la libertad.

Quizá necesitemos acontecimientos «fundantes» que nos desemboquen en decisiones últimas. Suelo recurrir para exponer lo que para mí es el liderazgo necesario de este siglo, a un brevísimo pasaje de una película tan conocida como De dioses y hombres (Xavier Beauvois, 2010) que, como recordarán, versa sobre una comunidad trapense en Argelia que, como el país está sumido en una guerra civil, los religiosos tendrán que decidir si permanecen o huirán de los terroristas. Pues bien, en el pasaje que aludo, la comunidad se escucha con argumentos dispares, con atención, con emoción, con una fuerza indescriptible… no coinciden en la forma de pensar, pero entienden todos –perfectamente– que en la minúscula distancia entre la vida y la muerte, están juntos. No es un asunto de razón, es una poderosa emoción la que hace posible el discernimiento y el consenso. No es la institución, es la vida –que también es muerte– la que posibilita darlo todo, lograrlo todo o celebrarlo todo.

Hace poco tiempo puede oír a un compañero, cuando se hizo evidente un diagnóstico final de su enfermedad, quién quería que estuviese a su lado en el tiempo que le restaba. Tengo que reconocer que en un principio me cuestionó. Hoy, con el paso de las horas, me lleva a reconocer su profunda libertad interior y su capacidad para situar, en su lugar, a la institución. El trayecto de la vida es demasiado corto y bello como para amordazarlo y decirle formalmente qué o cómo tiene que ser. El trayecto de la vida ha de ser descubierto, conquistado y disfrutado por cada persona. Es imprescindible ese «tomarse el pulso» de la propia existencia. De lo contrario, estamos contribuyendo al sostenimiento de instituciones aparentemente fuertes, porque son de hierro forjado en años, pero carentes de vida y de corazón, carentes de posibilidad de propiciar a cada persona un desarrollo armónico y un necesario crecimiento afectivo.

Seguramente están perdiendo fuerza las instituciones. Han de hacerlo para que nazca otra realidad con vínculos duraderos, relaciones reales y reconocimiento de rostros e historias personales. Seguramente estemos lentamente aprendiendo que solo hay algunos valores por los que merece dar la vida y la muerte, y esos no los suelen cuidar las estructuras que hoy solo nos mantienen entretenidos… y despistados.