Amados, aprendemos a amar

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Queridos, si alguien os preguntase por el significado de vuestra celebración litúrgica en esta tarde del Jueves Santo, podríais decirle con verdad: Es la Cena del Señor, es el sacramento del amor que Dios nos tiene.

Fíjate en lo que se te dice: “Sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. Y ahora fíjate en lo que Jesús hace: “Jesús se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos”.

Son muchas las cosas que, oído este evangelio, podemos recordar, y todas hablan del amor con que somos amados. Recuerdas las palabras de Jesús: “Tanto amó Dos al mundo, que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él”; y tú lo contemplas entregado a servir, a lavar, a purificar, a sanar, a salvar. Recuerdas las palabras de la Sabiduría: “Un silencio lo envolvía todo, y al mediar la noche su carrera, tu Palabra todopoderosa, Señor, vino desde el trono real de los cielos”; y tú la contemplas, no ya naciendo en Belén, sino levantándose de la cena para ponerse a tus pies. Recuerdas las palabras del apóstol: “Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos”; y ves que se despoja del manto y se arrodilla a tus pies para servirte.

Pero hoy tu pensamiento va de modo muy especial “al misterio de la Pascua”, a la vida entregada de Cristo Jesús, “el Maestro y el Señor” que se ha hecho siervo de pobres y oprimidos, de humillados y excluidos, de prostitutas y ladrones, de publicanos y pecadores. Al recordar el misterio pascual de Cristo, recuerdas que lo has visto hacerse impuro con los leprosos, reconoces en él al que ha venido para ser siervo de todos, lo ves despojado de su rango, de su gloria, de sus vestiduras, levantado en alto y, de ese modo, postrado a los pies de la humanidad entera, para lavar los pies de todos, limpiar el corazón de todos, romper las cadenas de todos, sanar las heridas de todos, amar la pobreza de todos, perdonar los pecados de todos.

Hoy recuerdas y contemplas la verdad del misterio, porque el Mesías Jesús, al dejarte la Eucaristía, te ha dejado la memoria verdadera de su vida, de su entrega, de su Pascua. Escucha de nuevo la palabra de la revelación: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía”; si la has escuchado con fe, ya sabes lo que vas a ver sobre la mesa del altar, y también lo que vas a recibir en la santa comunión. Escucha de nuevo: “Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre”; si has escuchado con fe, sabrás que una misma sangre, la sangre de Cristo, une a tu Dios contigo y te une a ti con tu Dios. Escucha todavía más: Jesús se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos. ¿No reconoces lo que estás viviendo? Con esas palabras que has oído el evangelista Juan explica el sentido de la Eucaristía que estamos celebrando: Hoy, el Señor Jesús, viene a ti, porque te ama; viene a ti, para purificarte; viene a ti, para unirte en santa comunión con él, que es la santidad de Dios.

Pero has de saber también –estoy seguro de que ya lo sabes- que si comulgas con el que te ama, aceptas al mismo tiempo el mandato nuevo que él te da: “Que os améis mutuamente como yo os he amado”.

Si comulgas, aceptas la vida que se te ofrece, y ofreces la vida que tienes: “Para mí la vida es Cristo, y una ganancia el morir”. Si comulgas, acoges el amor infinito de Dios, que se te ha manifestado en Cristo Jesús, y aceptas el mandato de amar como eres amado: Nos reconocemos amados y aprendemos a amar.

No dudes en acoger al que te ama. No temas aceptar su divino mandato.