[Misa de medianoche]
Guárdalas en la memoria de la fe, grábalas en las paredes de tu corazón, pues son palabras de revelación: “El Señor me ha dicho: Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy”.
La liturgia las entiende como dichas de Jesús personalmente, y abre con ellas la celebración eucarística en la medianoche de la Navidad.
Pero tú sabes –te lo dice la fe- que, celebrando el nacimiento de Cristo Jesús, celebramos necesariamente el nacimiento de la Iglesia que es su cuerpo, y eso quiere decir que estamos celebrando también nuestro propio nacimiento.
Es éste un gran misterio, y la fe lo refiere a Cristo y a la Iglesia, y en la Iglesia, a cada uno de sus hijos: “Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy”.
Ahora déjate guiar por la palabra de Dios al corazón de ese nacimiento: somos la Iglesia nacida con Jesús.
Con él ha nacido la luz verdadera, una luz grande, y con esa luz van la alegría y la fiesta.
Así lo anunció el profeta: “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande, habitaban tierras de sombras y una luz les brilló”. Y si grande es la luz, acrecida es la alegría, desbordante el gozo.
El ángel del Señor llevó esa alegría como un evangelio a los pastores que en la noche guardaban sus rebaños: “Os traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: hoy os ha nacido un Salvador”.
Y el apóstol lo dijo de aquella manera: “Ha aparecido la gracia de Dios”. Ha aparecido Jesús, ha comenzado la Iglesia, has nacido tú.
Esa gracia “trae la salvación para todos los hombres”; esa gracia nos enseña a vivir con sobriedad y justicia y piedad, mientras esperamos la venida gloriosa del Señor.
No temas la grandeza del misterio. Considera con quién haces comunión: hoy comulgas con Cristo Jesús, hoy comulgas con la gracia de Dios, hoy comulgas con la paz que Dios ofrece a la tierra, hoy comulgas con la alegría anunciada para todo el pueblo. Hoy eres lo que comulgas, somos lo que comulgamos: alegría, paz, gracia, Cristo Jesús.
Sólo si somos lo que comulgamos, será verdadera nuestra celebración, será verdadera nuestra Navidad.
Y aquí he de recordar otra vez el sello: sólo los otros –los pobres- podrán acreditar la verdad de nuestra comunión con Cristo Jesús.
Son muchos los pobres que debieran haber llegado con gozo y esperanza a esta noche santa, y no han llegado. Pudiéramos pensar que no llegaron porque lo impidió su pobreza, pero sabemos que no los mató su pobreza sino nuestra codicia.
También ellos eran cuerpo de Cristo, y no los hemos dejado llegar a este nacimiento.
Estamos obligados a preguntarnos si somos lo que comulgamos: si somos alegría, paz y gracia –si somos justicia- para los pobres; si somos Cristo Jesús para todos.
Que nuestra vida dé testimonio de la llegada de la salvación.
Feliz Navidad.