La anormalidad de los normales (I)

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“Parece que lo sin está de moda. También en el campo de la Iglesia hay muchos cristianos sin convicción, sin alegría y sin compromiso”

Gonzalo Fernández Sanz, cmf

Parece claro que la vida religiosa occidental se ha normalizado mucho en el último medio siglo. Algunos consideran este fenómeno como algo saludable e incluso necesario; otros piensan que con esta normalización hemos engrosado la cultura sin. Se habla de pan sin gluten; de leche sin lactosa; de cerveza sin alcohol; de zumos sin azúcar; de aceitunas sin sal; de carnes sin grasa; de conservas sin conservantes; de refrescos sin cafeína; de músicas ruidosas sin inspiración, de programas televisivos sin originalidad y sin pudor… y de políticos sin vergüenza. Parece que lo sin está de moda. También en el campo de la Iglesia hay muchos cristianos sin convicción, sin alegría y sin compromiso.

¿Excesiva normalización?

¿Estamos viviendo una vida religiosa sin anormalidad? ¿La hace esto más digerible y aceptable a los ojos de la gente o constituye el principio de su definitiva disolución? Quizás algunos ejemplos aclaren de qué estamos hablando. En el contexto europeo (y más concretamente en el español), los religiosos tenemos cobertura sanitaria, cobramos pensiones cuando nos jubilamos, conducimos vehículos propios, usamos tarjetas de crédito para nuestras compras por Internet, nos vestimos como los demás, disfrutamos de vacaciones anuales, visitamos a nuestros fa- miliares y amigos, frecuentamos algún restaurante, vivimos por lo general en casas amplias y confortables, vamos al cine y asistimos a espectáculos deportivos y musicales, disponemos de ordenador personal y hasta desarrollamos en algunos casos profesiones seculares remuneradas. O sea, que somos normales, muy normales. Salvo casos aislados, no se nos percibe como bichos anormales o raros.

Deberíamos achacar la escasez de vocaciones a la falta de coherencia

Para los críticos de la vida religiosa

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