Para decirlo con todos los pobres: «Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti».

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Se salvará el pueblo de los pobres.

La noticia, por repetida, comienza a no serlo: “Recuperan en el mar un cadáver en avanzado estado de descomposición”. Y ya no lo es la información: se trata de un emigrante, un emigrante pobre, uno de tantos desaparecidos en un mar que no entiende de sueños ni de piedad.  Aquel cadáver era de una mujer, mujer negra, mujer africana.

Me aventuré a leer los comentarios escritos a pie de noticia, comprobé anonadado que los había dictado el odio, la xenofobia, el racismo, un espíritu más del infierno que de la tierra, más de las entrañas del mal que de una mente humana.

Entonces, Dios mío, sentí hambre y sed de justicia, hambre y sed de misericordia, hambre y sed de ternura, hambre y sed de humanidad, hambre y sed de salvación, hambre y sed de ti.

En el alma se dan cita innumerables nombres, innumerables agonías, innumerables miedos, innumerables gritos, innumerables tragedias, innumerables muertes.

En esas vidas, en esos nombres, en los labios de todas las víctimas quiero dejar eternizada la esperanza del salmista: “Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia… no dejarás a tu fiel conocer la corrupción”.

Que el corazón de los pobres guarde siempre la certeza de esa esperanza: “El Señor es el lote de mi heredad… mi suerte está en su mano”.

Ése es el pueblo de los pequeños, de los humillados, de los últimos, de cuantos son víctimas del mal, de los lázaros echados en nuestro portal… Sus vidas son del Señor… El Señor ha querido ser su heredad: El Señor les hará justicia, y la hará sin tardar.

Perdona, Señor, a cuantos hacemos sufrir a tus hijos, a cuantos crucificamos a tu Hijo, a cuantos ironizamos sobre su impotencia, a cuantos despreciamos su angustia, a cuantos nos encogimos de hombros mientras ellos morían. Odiamos a los pobres, y en ellos odiamos a Jesús.

Jesús y los pobres claman porque nos perdones; en su amor extremo van diciendo que no sabemos lo que hacemos.

Despiértanos, Señor, para que te conozcamos, para que te reconozcamos en esa mujer, negra y africana, en los miles de lázaros que mueren abandonados a las puertas de nuestra casa, en los innumerables despojados que yacen medio muertos al borde de nuestros caminos.

Despiértanos, para que, comulgando contigo hoy en la eucaristía, comulguemos con ellos también.

Despiértame, y junto con tus pobres, “protégeme, Dios mío, que me refugio en ti”.