Señor, sálvame:

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Porque eres una comunidad creyente, dices: “Piensa, Señor, en tu alianza”; porque eres una comunidad necesitada, dices: “Señor, no olvides sin remedio la vida de tus pobres”. De tu fe y de tu pobreza han nacido las palabras de tu oración: “Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación”.

Pedimos para nosotros lo que entendimos concedido al profeta Elías en el monte de Dios. Elías, un vencido que, agotada la esperanza, pide a su Dios el descanso de la muerte, es figura que representa y anticipa la soledad de todo creyente, vencido en la lucha por Dios, probado en la ausencia de Dios.

Puede que el profeta esperase el paso de Dios en el viento huracanado, que agrieta montes y rompe peñascos, puede que lo esperase en el terremoto que todo lo sacude con su fuerza, puede que lo esperase en el fuego que todo lo devora, pues suele el abatido y abandonado entender y desear la cercanía de Dios como manifestación inapelable de su poder absoluto; pero el Señor no se agitaba en el viento, no destruía en el terremoto, no devastaba en el fuego. El Señor se acercó suave como un susurro, tenue como una brisa, y así mostró a Elías el rostro de la misericordia, la luz de la salvación.

Al escuchar la narración del evangelio, la misericordia y la salvación de Dios que habíamos pedido, se nos mostraron como cercanía de Jesús a sus discípulos. Considera la situación: El viento contrario, la barca sacudida por las olas y lejos de tierra, la oscuridad de la hora, el miedo a lo desconocido. Considera luego la oración; nosotros dijimos: “Muéstranos tu misericordia y danos tu salvación”; los discípulos “se asustaron y gritaron de miedo”. Considera finalmente la respuesta a la oración, respuesta que, para ellos y para nosotros, llega “en seguida”: “¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!”

El corazón intuye que aquella travesía penosa del lago en noche de viento contrario era figura lejana de cuanto aquellos discípulos, y Pedro en modo particular, habían de vivir cuando Jesús, en los días de su pasión “subió al monte a solas para orar”, y “llegada la noche, estaba allí solo”. Entonces la barca, la comunidad de los que siguen a Jesús, será sacudida como nunca antes lo había sido y nunca después lo será, y Pedro, vencido por el miedo, empezará a hundirse y gritará su oración de lágrimas amargas: “Señor, sálvame”. Para los discípulos y para Pedro la respuesta de Dios llegará “en seguida”, cuando Cristo resucitado suba de nuevo a la barca.

Nosotros, como Elías, como Pedro, como los discípulos, pedimos a Dios su misericordia y su salvación, y Dios nos muestra a su Hijo, a Jesús que sube a la barca, a Cristo resucitado. En Cristo resucitado, Dios anuncia a su pueblo la paz; en Cristo Jesús, la salvación está tan cerca de nosotros que la podemos comulgar; en Cristo Jesús, Dios ilumina con su gloria nuestra tierra.

Puedes recordar, si quieres, el día de la resurrección: “Al anochecer de aquel día… estaban los discípulos en una casa con las puertas atrancadas por miedo a los judíos. Jesús entró, se puso en medio y les dijo: _Paz a vosotros”; puedes recordar aquella noche de fantasmas y viento en el lago, y las palabras de Jesús: “Ánimo, soy yo, no tengáis miedo”; puedes recordar la inmensa alegría de los discípulos cuando vieron al Señor resucitado; puedes recordar su confesión en la barca, cuando postrados ante Jesús, lo reconocen como Hijo de Dios.

Recuerda lo que otros vivieron en su encuentro con el Señor, recuerda la historia de salvación en la que tú has entrado por gracia, y sabrás lo que hoy vives en la asamblea eucarística de tu día de Cristo resucitado.

Feliz domingo.

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