RASTREANDO EL ODIO (3)
Las causas del odio son mucho más profundas. Tal vez sean un remanente, una terrible e inevitable huella de lo que fuimos “un día” en la historia de la evolución de las especies: depredadores expertos en exterminar a quien pudiera interponerse en nuestra lentísima y azarosa rama evolutiva, “la ley del más fuerte”, “las leyes de la evolución y la adaptación”; todo muy de Darwin. Matar para sobrevivir, para que no se extinga la especie, para que nuestros genes permanezcan por los siglos de los siglos: como la práctica totalidad de los animales irracionales, insectos incluidos, unicelulares incluidos, en la actualidad. ¿También los humanos estamos pre-ordenados a la extinción de otros “grupos” o colectivos humanos que pueden ser nuestros enemigos, nuestros depredadores? ¿Los judíos, los musulmanes, los gitanos, las prostitutas, los homosexuales y transexuales, los chinos amarillos y los africanos negros, los que nacieron en otro paralelo y en otro meridiano? Puede ser una hipótesis, quizás muy traída por los pelos.
Pero los niños no nacen odiando. Ni amando tampoco. Intentan “sobrevivir” inconscientemente, instintivamente; y lloran cuando tienen hambre buscando el pecho de la madre, o cuando se sienten enfermos, incómodos o molestos y piden ayuda como pueden. Pero son incapaces de amar… ¡todavía! Ni de odiar, aunque tengan sus berrinches y sus pataletas… ¡eso no es odio! La conciencia virginal con que nacemos se va modelando y seguramente moderando también, a lo largo de toda la existencia. Todos los humanos conocemos las frustraciones, las decepciones, las tristezas, los miedos, las rupturas y abandonos, la falta de cariño, las enfermedades, el dolor, el malestar, incluso los malos tratos… o lo que hemos percibido como malos tratos sin serlo. Por eso, podemos decir que ni el amor ni el odio son innatos, o, al menos, no de un modo determinante o inevitable: Edipo no estaba predeterminado a casarse con su madre Yocasta. El fatuum griego, la fatalidad, sólo existe en las tragedias helénicas. Aceptar este predeterminismo antropológico o la predestinación religiosa o filosófica como sino irrevocable supondría la negación absoluta de la libertad humana y, por ende, de la responsabilidad de los actos personales. ¡Se acabó la ética! Nadie nace programado -como un robot o un ordenador- al odio o al amor. Aunque no podamos negar taxativamente que nuestras biografías, especialmente durante la niñez y la adolescencia, influyan grandemente en nuestra personalidad, son «una cajita hermética de sorpresas». Ni negar esa “herencia recibida” genéticamente que no hemos elegido sino que hemos recibido, como tantas otras “herencias” menos notables: los rasgos faciales, el color de los ojos, el sexo, o incluso ciertas tendencias en el comportamiento y el modo de ser que, ya desde niños, podemos vislumbrar en nuestros pequeños. Y que ponen en un aprieto esa «libertad absoluta» que tantos reclaman hoy.
Mandela, como Gandhi, insisten en muchas ocasiones en que “el odio” no es un elemento más en nuestro código genético. Se aprende a odiar como se aprende a amar. Es un aprendizaje. Fromm habla del amor “como un arte” que debemos ir configurando a lo largo de toda nuestra vida, siempre en una atroz competición contra el odio y todas las tendencias o pulsiones negativas: la envidia, la ira, la soberbia, la lujuria… eso que los cristianos llamamos “los pecados capitales”, y que todos, en mayor o menor medida, hemos padecido u orientado a otros/as en algún momento de nuestro caminar por esta selva llena de riesgos y acosos, y, a la vez, atractivos sugerentes como la manzana de Eva, a la que llamamos vida.
Sigmund Freud analizó con hondura la génesis del odio, como un hecho clínico fundamental en su teoría del psicoanálisis. Para Freud el odio es una máscara o un disfraz, de una experiencia más profunda: el complejo de culpa. La culpa, el complejo de culpabilidad, es un gozne central en toda la teoría freudiana. Es conocida su teoría del “complejo de Edipo”: en pocas palabras: el sentimiento de agresión y rechazo que siente el niño hacia un padre que literalmente le roba el cariño de su madre, el único sentimiento amoroso y gratificante que comienza a experimentar con cierta conciencia y que puede comportar graves consecuencias en un futuro. El padre es el mayor rival del niño, por eso hay que eliminarlo, “matarlo” simbólicamente, para recuperar el amor maternal usurpado. Consumado el “asesinato del padre” viene la culpa por la acción tan terrible cometida y por el incesto que supone. Y se desarrolla todo un proceso de conciencia que puede ser resuelto “positiva o negativamente” para el niño “asesino simbólicamente de su progenitor”, con banquete o sacrificio ritual compensatorio y expiatorio incluido. El odio al padre, que prohíbe el incesto con la madre del pequeño, pero que “bien resuelto” habilita el lazo social y asume el avance civilizador. Tanto en “Totem y tabú” (1913) como en “Moisés y la religión monoteísta” (1939), sus dos obras centrales donde afronta el tema, el psicoanalista austríaco expone con claridad la relación entre el odio que motivó el asesinato del padre, el miedo al incesto, el posterior remordimiento y la expiación de la culpa.
La solución “sana” o “insana”, del complejo de Edipo, bien o mal “resuelto”, es clave para entender el proceso posterior de la conciencia. Una conciencia madura, adulta, crítica (Freire) asume esta realidad sin que le traumatice para todas las relaciones posteriores del individuo, tanto de amor como de odio, incluido por supuesto en el ámbito de la sexualidad, tan importante para Freud. Muchas relaciones interpersonales, sobremanera en las relaciones de pareja, están “tocadas” -diría Freud- por la solución simbólica de esta experiencia inconsciente del niño: su primera batalla por conservar lo único que tiene y ama, su sexualidad poco definida aun, y su primera lucha -precisamente con su padre- contra un adversario que pretende desposeerle de esa pulsión “amorosa y platónica” hacia su madre. Pero quizás lo más importante es cómo esa “(in)conciencia de odio” que nace como símbolo de un modo nebuloso y etéreo, se proyecta o traslada a otras personas, o a otros grupos sociales determinados con el paso de los años. “Aquello que se describe como una característica del sujeto se extiende al campo social, donde claramente se observa cómo el amor aporta a la existencia de las agrupaciones humanas, mientras que las dispersiones se producen debido al odio. De este modo, alimentando el odio a las diferencias, se afianzan los lazos de un grupo” (“Sobre el odio”, María Alejandra Porras). La teoría freudiana, mucho más compleja (y, por supuesto, discutible y matizada posteriormente por algunos de sus discípulos como Adler, Jung y Fromm, y muchos más) explicaría de este modo, no sólo el parricidio, sino también el infanticidio, así como el odio transferido y proyectado hacia las “hordas” (colectivos sociales, étnicos, sexuales, etc.) que vienen a sustituir, de algún modo, un odio infantil y patológico, cargado de culpa, irreconocida e inaceptada en general, hacia todo aquél (aquéllos) que me han robado “mi primer amor”. La culpa se convierte en odio. Y el odio se expande y se convierte patológicamente, en una necesidad de propagación y transferencia en otras conciencias más débiles o ingenuas, que terminan fanatizándose y contagiándose por un personaje singular y carismático “cargado de odio tóxico” e incapacitado ya para amar. Por eso decimos que “la violencia engendra violencia”. Los “odiadores” patológicos necesitan transferir y generalizar una carga de culpa/odio que les resulta insoportable arrastrar en la soledad. Necesitan súbditos manipulables que les ayuden a cargar una culpa insoportable y destructora.
El odio genera odio. Y comienza el imparable carrusel de la “espiral de odio” con “grandes odiadores” engendrando y alentando los grandes cataclismos violentos de la historia reciente. Es interesante hacer un recorrido histórico por esos “famosos dictadores cuya única ideología es su propio yo saturado de un odio infantil”.
Puede ser interesante que hagamos una «disección» sobre algunos de los grandes dictadores, sanguinarios y ególatras, del pasado más reciente.