TZIMTZUM

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(Card. Tolentino de Mendonça). Pienso en el significado de esta distancia que ahora estamos llamados a mantener en las relaciones entre nosotros. Esta separación está motivada por una razón objetiva de salud. Pero no debemos ser indiferentes a la percepción interna de este hecho y su resonancia emocional. Porque si en lugar de dar un paso adelante para llegar al otro, como es natural, aceptamos una separación, un espacio extendido (que puede ser de un metro y medio, dos metros, lo que sea) provoca un cambio fuera y dentro de nosotros. Es como si introdujéramos un guión entre las palabras tú y yo. Un guión permanente.

Desde hace días le doy vueltas y dudo si lo que nos está pasando no será, a su manera, nuestro tzimtzum. Es al místico judío Isaac Luria (1534-1572) a quien se atribuye la paternidad de este concepto. En el lenguaje simbólico y paradójico, que a menudo es el de los místicos, Luria explica que, para crear el mundo, Dios tuvo que hacer, en relación consigo mismo, un movimiento de retracción, porque, siendo Dios omnipresente, no había espacio que no fuera Dios. El tzimtzum es esta retracción, ese vacío generado por la separación de Dios para permitir el surgimiento del mundo.

En el siglo XX, el concepto de tzimtzum reaparecerá, curiosamente, en autores como Simone Weil o Hans Jonas y, en ambos casos, bajo el impacto de la devastación espiritual causada por la experiencia de la Segunda Guerra Mundial. Weil, interpretando la naturaleza contradictoria del mundo, escribe: «Desde el punto de vista de Dios la creación no es un acto de autoexpansión, sino de disminución y renuncia. Dios con todas las criaturas es menos que Dios solo. Pero Dios ha aceptado esta disminución. De manera similar, tenemos la posición de Hans Jonah en su obra «El concepto de Dios después de Auschwitz: una voz hebrea». Y Jonás explica que el Dios de tzimtzum es ciertamente un Dios de mayor silencio, pero también es sorprendentemente un Dios que se hace más cercano. De hecho, el tzimtzum debe entenderse en un doble sentido: por un lado, representa una especie de exilio, de kénosis y de vaciamiento de sí mismo y, por otro, nos hace comprender que el espaciamiento debe transformarse en una posibilidad amorosa concedida a la alteridad y en un (re)encuentro efectivo con el otro.