¡Oiga!

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¡Que el Señor nos llama por nuestro nombre!
Santiago, Juan, Andrés, Simón, Tadeo, Tomás… Judas. Siempre me interpela la idea de un Dios que nos sorprende llamándonos por nuestro nombre. Y es que el nombre contiene todo lo que somos: nuestra historia pasada y reciente; nuestros dones, cualidades y todas nuestras fragilidades y defectos. Hay que seguir pidiendo a Dios cada día la fe. También para creernos que Él nos quiere, nos llama y nos envía con todo lo que somos y tenemos.
Estoy aquí porque Dios me ha regalado una identidad. Me ha considerado hijo suyo. Y, además, un hijo muy amado, predilecto. Ese soy yo. Y tú. Único. Amado. Es la llamada que recibimos en el Bautismo y que nos incorpora a esta gran familia de hermanos que es la Iglesia. ¡Fecha grande!
Estoy aquí porque Jesús, paseando por las calles, se acercó a mi mundo, a mi casa, a mis afanes y me preguntó: ¿Te vienes? Yo, sin saber muy bien por qué, dejé mis redes y lo seguí. Y me convertí en uno de sus amigos. ¡Qué fuerte! Porque me llamó de nuevo. Sin adivinar qué sería de mí y qué consecuencias traería aquel atrevimiento. ¡Como el que no quiere la cosa!
Estoy aquí descubriendo cada día, cada instante, que mi llamada es, además, una llamada para dar vida, para enseñar, para aprender mientras enseño, para educar y educarme. Para compartir la mesa con otros y el llanto, y las risas. Para estar ahí, de noche y de día.
Y en el horizonte, una cuarta llamada: Dios nos reclama a ser completos. A no estar pendientes de minucias que nos asfixian. A salir de lo de siempre. A ser grandes, pero a la vez, a centrarnos en lo pequeño. ¡Una locura loca! Pero bendita locura.

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