Andrea

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Andrea es una adolescente con síndrome de down que lleva en nuestra comunidad parroquial unos añitos. El domingo pasado dijo que quería ser monaguilla, «como todos». Y los catequistas y yo, no sin miedo, nos dijimos que «vale».

El Evangelio era el de la sal y la luz, tan de Jesús. Y tuvimos la suerte (siempre la tenemos) de hacerlo realidad en la eucaristía. Allí, presidiéndonos, la sal de la vida que nunca se vuelve sosa. El pan, el vino y Andrea. Unidos de una manera íntima y desproporcionada (como todo lo de Jesús). Éstabamos muchas personas en la Iglesia y la sal nos daba sabor a todos. Ese granito especial que nos miraba tímidamente desde detrás del altar, desde la mesa compartida, abriéndola a todos, haciéndonos iguales con su toque especial.

Sabor intenso y de Dios a flor de piel, tan a flor de piel que se desparramaba por todos los bancos, por todas las entrañas, comunión desproporcionada en lo cotidiano. ¡¡Tan sencillo es creer!! El que tenga oídos para oír que oiga… y que saboree

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