Llamados a ser evangelio para los pobres

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A la Iglesia de Dios que peregrina en Tánger: Paz y bien.

Queridos: La Paz y el Bien que con vosotros comparto en el Señor cada vez que os saludo, son el evangelio que deseo reciban también los emigrantes –hombres, mujeres y niños en busca de un futuro mejor- cada vez que se encuentren con nosotros en el camino de la vida.

Sobre ellos, desde que han salido de sus casas, se abatido una ola de violencia, que es institucional antes de ser mafiosa, y que es siempre inhumana si no es simplemente criminal.

En los últimos tiempos, la violencia institucional se ha hecho más arrogante y más cruel, tal vez porque sabe que cuenta ya con el soporte de la aprobación social: En todos los continentes, las sociedades se inclinan sin pudor hacia propuestas políticas egoístas, supremacistas, xenófobas, racistas.

Esas sociedades están cavando la fosa en la que han de ser enterradas.

Todo ello hace ineludible una señal de alarma, una palabra de discernimiento de opciones a la luz de la fe, una palabra de solidaridad con los pobres y de compromiso personal y comunitario en defensa de los derechos de los emigrantes, que por ser personas particularmente vulnerables, han de ser particularmente protegidas.

 

Grabado a fuego en la conciencia:

Vosotros, que sois de Cristo, recordáis el evangelio que habéis recibido, y el evangelio dice que a nuestro lado, a la puerta de nuestras vidas, no hay sin papeles, no hay ilegales, no hay clandestinos, no hay irregulares; sólo hay alguien a quien hemos de amar como a nosotros mismos.

He dicho “alguien”. Podría haber dicho “otro”, podría decir “personas”, podría decir “emigrantes”; y todas las palabras se me quedarían pobres, pues ninguna guarda memoria de lo que han vivido, de lo que han sufrido, de lo que han perdido esos hermanos que Dios nos ha confiado para que en nosotros encuentren luz, esperanza, ternura y pan.

Para eso hemos nacido, para eso hemos sido ungidos por el Espíritu de Dios, ésa es la misión que el mismo Espíritu nos ha confiado: la de ser buena noticia de Dios para los pobres.

El que llama a mi puerta no es un extraño sino un hermano, y aunque sea otro, no deja de ser yo mismo, pues es mi propia carne.

Y si, para acogerlo y acudirlo, esa identificación del otro conmigo no me pareciese manifiesta, entonces la fe recuerda todavía que a mi puerta está mi hermano mayor, Jesucristo el Señor, en quien creo, en quien espero, a quien amo.

Dichoso quien se apiada del pobre, porque habrá hospedado a Dios en su corazón.

 

Acerca de Dios y de los pobres:

Esta carta, que quiere ser una llamada al compromiso de todos con los últimos, está dictada por el sufrimiento de los emigrantes y la pasión de Dios en favor de sus hijos pobres.

En torno al sufrimiento de los emigrantes, la información ha levantado un muro de silencio, coronado por una concertina de mentiras y calumnias, crueldad ésta que se añade a la violencia extrema –física y moral- que de forma continuada se ejerce sobre  mujeres, hombres y niños indefensos y vulnerables.

Cuando se dice que las fronteras matan, lo que se quiere decir es que matamos quienes las pretendemos impermeables para los pobres.

Las vallas fronterizas son evidencia de nuestra pretensión de dominio sobre la tierra y sobre los pequeños de la tierra.

Y así, en las vallas de Ceuta y Melilla, las puertas que debieran haber servido para regular y ordenar la entrada de emigrantes en un recinto de serena esperanza, han servido y sirven para perpetrar la iniquidad de las devoluciones en caliente desde territorio español a territorio marroquí.

Las vallas saben de heridas, fracturas, mutilaciones y muertes, todo ello silenciado aceleradamente o falseado interesadamente por los medios de comunicación, de modo que una sociedad desinformada interiorice que en las fronteras no hay emigrantes, no hay violencia contra los emigrantes, no hay sufrimiento de los emigrantes, no hay humanidad vejada y humillada.

A la desinformación, se añadirá la burla atroz y criminal de representar a los emigrantes como mafiosos, como violentos, como vagos, como aprovechados, como ladrones.

Y así, el racismo, la xenofobia, la aporofobia, terminan por ser opciones democráticas, que miden con exactitud la degradación que sufre en nuestras sociedades la humanidad.

Pero, más allá de desinformaciones, representaciones y degradaciones, la realidad es que en la frontera sur de España, en la frontera norte de Marruecos, a la vista de todos en esta Iglesia, los emigrantes están viviendo una tragedia sin fin.

Hace años, a los que esperaban en el bosque de Beliones una oportunidad para pasar a Ceuta, los veíamos dispersos en pequeños grupos a lo largo de la autovía que va del puerto de Tánger a la ciudad autónoma. Allí, a quienes pasaban, y sin que a nadie molestasen y nadie los molestase, pedían la ayuda de una caridad.

Detrás de aquella normalidad rutinaria y serena, había sin embargo mucho sufrimiento, pues aquellos mendigos de color azabache, ya morían en las vallas, ya pasaban frío y hambre en los bosques, ya cargaban sobre los hombros las penalidades de un presente improvisado y la incertidumbre de un futuro imprevisible.

De repente, aquella rutina serena se rompió, y la situación de los inmigrantes se hizo más penosa.

Las razones del cambio habrá que intuirlas, porque nadie las da.

Y lo que se intuye es que Europa paga para que los gendarmes del norte de África mantengan lejos de las fronteras europeas a los pobres que han llagado hasta ellas buscando un espacio de serena libertad.

En ese nuevo contexto institucional, el inmigrante urbano continuó gozando de una cierta tranquilidad; pero los moradores de los bosques sufrieron desde entonces el acoso de las fuerzas del orden, y vieron dificultado en gran manera incluso su acceso a los alimentos necesarios para sobrevivir.

Ahora, desde hace unos meses, la situación ha vuelto a cambiar, y lo ha hecho todavía a peor para la población inmigrante, ya que, en el altar de supuestos intereses europeos, se ha sacrificado el derecho de toda persona a la protección jurídica y social.

Desaparecida la distinción entre emigrantes urbanos y moradores de los bosques, se ha procedido a detenerlos a todos, deportarlos a todos lejos de las fronteras –devolviendo a muchos de ellos a sus países de origen-, y eso se ha hecho con violencia física y moral sobre las personas y con desprecio de sus derechos fundamentales.

Queridos: El que ha puesto la tierra en nuestras manos para que fuésemos continuadores de su obra creadora, no dejará de preguntarnos por lo que hacemos con ella y, sobre todo, no dejará de preguntarnos por lo que hacemos con sus hijos, con nuestros hermanos: “¿Dónde está tu hermano”.

Y no valdrá que respondamos: “No lo sé; ¿soy yo el guardián de mi hermano?”

Lo queramos o no, en la conciencia resonará el eco de la palabra inapelable: “¿Qué has hecho? La sangre de tu hermano me está gritando desde el suelo”.

Los pobres –los oprimidos, los vejados, los últimos- están en el corazón de Dios, y de lo que hay en su corazón habla su palabra:

Cuando haya entre los tuyos un pobre… no endurezcas tu corazón ni cierres tu mano a tu hermano pobre”.

Nunca dejará de haber pobres en la tierra; por eso, yo te mando: Abre tu mano a tu hermano, al indigente, al pobre de tu tierra”.

Hijo, no prives al pobre del sustento, ni seas insensible a los ojos suplicantes. No hagas sufrir al hambriento, ni exasperes al que vive en su miseria… no retardes la ayuda al indigente. No rechaces la súplica del atribulado, ni vuelvas la espalda al pobre. No apartes los ojos del necesitado”.

Dichoso quien se apiada del pobre”.

Y entre los pobres, un lugar del todo especial en el corazón de Dios lo ocupan el huérfano, la viuda y el extranjero:

Dios hace justicia al huérfano y a la viuda, y ama al emigrante dándole pan y vestido”.

Maldito quien viole el derecho del emigrante, del huérfano y de la viuda. Y todo el pueblo dirá: Amén”.

Si no explotáis al forastero, al huérfano y a la viuda… entonces habitaré con vosotros en este lugar”.

No oprimáis a viudas y huérfanos, a emigrantes y pobres, y que nadie ande pensando el mal que va a hacer a su prójimo”.

Pero la revelación más desconcertante de la relación de Dios con los pobres la encontramos en el evangelio de Mateo: en los pobres es Cristo quien sale a nuestro encuentro, es Cristo quien tiene hambre y sed, es Cristo quien es extranjero, es Cristo quien se encuentra desnudo, o enfermo, o encarcelado; es Cristo quien es presa de los ricos; es Cristo el pobre al que los ricos aborrecen.

 

Acerca de los pobres y de la Iglesia:

La Iglesia es un cuerpo, el cuerpo de Cristo, y, en Cristo, también ella fue ungida por el Espíritu Santo y enviada a evangelizar a los pobres.

Por si alguno sintiese la tentación de espiritualizar esa misión, y por evangelizar entendiese algo así como adoctrinar al personal para que sea bueno, enseñar el Catecismo o explicar el Credo o disponer el ánimo para participar en una procesión, será oportuno recordar lo que un sábado, en la sinagoga de Nazaret, Jesús leyó y declaró cumplido.

Esto es lo que leyó:

El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor”.

Y éste es el comentario que hizo:

Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír”.

Leído sin glosa, el texto no deja lugar a espiritualizaciones: El evangelio que hemos de llevar a los pobres está hecho de libertad para cautivos y oprimidos, de luz para ciegos, de gracia de Dios que se ofrece a todos en un año jubilar que no tendrá fin.

Para Jesús y para la Iglesia, ese evangelio es garantía de autenticidad de la misión recibida:

Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven y los cojos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y los pobres son evangelizados”.

Si ignoramos a los pobres, no sólo olvidamos la misión que hemos recibido, sino que ignoramos también y olvidamos –aunque no la podamos borrar- la unción del Espíritu que nos ha hecho “de Cristo”.

Si ignoramos a los pobres, no somos el cuerpo de Cristo.

Si ignoramos a los pobres, no somos de Cristo.

La encarnación del Hijo de Dios evidencia la opción de Dios por los pobres: Se fijó en ellos, vio su opresión, y bajó a liberarlos. Es como si el hombre fuese lo absoluto de Dios.

Y es el mismo Dios quien nos invita a que hagamos nuestra su opción.

Esa opción nos hará frágiles como los pobres, vulnerables como ellos, despreciados como ellos, señalados como ellos, odiados como ellos, perseguidos como ellos.

Y sólo si somos “como ellos” –sólo si somos pobres- podremos ser también buena noticia para ellos.

A la Iglesia de Cristo, o se la encuentra entre los pobres, o no se la encuentra de ninguna manera.

 

Acerca de Cristo y de la Iglesia:

A los hijos de la Iglesia, como a su único Hijo –a su Unigénito-, Dios nos ha puesto pobres en los caminos de los pobres.

Al corazón del evangelio pertenece, no sólo la opción de Dios por los pobres, sino también su opción por la pobreza, que es opción por la pequeñez, la ultimidad, la fragilidad, la humildad, la sencillez, la indefensión.

Esa pobreza se nos muestra inseparable de la vida de Jesús de Nazaret.

Al nacer, Jesús es recibido en el regazo de la dama pobreza, con ella vive desposado, y morirá abrazado a ella.

Aquí es necesario recordar la revelación escandalosa que la carta a los Filipenses hace del proyecto divino de salvación –de evangelización de los pobres-:

Cristo Jesús… siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y un muerte de cruz”.

Acuérdate de Jesucristo, pobre y crucificado, y para ti, que eres su Iglesia y que estás unida a él en una sola carne, no pretendas más grandeza que la de servir, no pretendas más gloria que la de ser última entre los pequeños de la tierra, no pretendas más forma de vida que la pobreza y la cruz de tu Señor.

 

Orad:

Lo dijo el Señor a sus discípulos:

Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque todo el que pide recibe, y el que busca halla, y al que llama se le abre”.

Así pues, hermanos míos muy queridos, orad, pues sólo en la oración podemos aprender lo que queremos ser en la vida.

Orad, pues de nada seremos capaces si no nos capacita la confianza en el Señor.

Orad por los que os persiguen y calumnian, y así seréis hijos de vuestro Padre celestial.

Orad por los pobres, para que no se pierdan de ánimo en los caminos de la vida.

Orad por los que odian a los pobres, los ignoran, los humillan, los crucifican; orad por ellos, porque no saben lo que hacen, ¡no saben lo que se hacen!

Y orad por mí para que sea fiel en el ministerio que se me ha confiado.

Tánger, 8 de octubre de 2018.

 

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