Dios tomó a su Hijo, al que quería, y nos lo ofreció

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La del sacrificio de Abrahán sería una historia abominable si no fuese un relato de fe, de amor confiado, de confianza amorosa.

Pero es eso: Un misterio de fe, prueba, evidencia, medida del abandono de Abrahán en su Dios, en el Dios de las promesas.

En aquella hora de su día, el patriarca hubiera podido decirnos: _Obedeciendo a la palabra del Señor –creyendo-, salí de mi tierra, dejé mi patria, dejé la casa de mi padre y me puse en camino hacia la tierra que el Señor me había de indicar. _Obedeciendo a aquella palabra –creyendo-, me hice nómada en la tierra que el Señor prometió que daría a mi descendencia. _Obedeciendo a aquella palabra –creyendo- recibí del Señor un hijo que era todo de Dios aun siendo mío, un hijo de la promesa, de la gratuidad, de la misericordia, un hijo con el que Dios se comprometió a concertar su alianza y en quien juró depositar su bendición.

Todo eso hubiera podido decirnos Abrahán si en aquella hora nos hablase de su Dios y de su fe.

Pero entonces la fe reclamó de él la entrega de lo que esa misma fe le había dado: “Toma a tu hijo único, al que amas, a Isaac… y ofrécemelo”.

En la oscuridad de su noche, “Abrahán creyó a Dios”, y su fe–su confianza en Dios, su amor a Dios-, contaba todavía tribus de estrellas que nacían del seno de la divina promesa.

También a María de Nazaret, la madre de Jesús y madre nuestra, en el día gozoso de la anunciación, la fe le dio un Hijo que venía de Dios. Y en la noche de la amargura, de la espada en el corazón, la misma fe reclamó que la madre entregase a Dios aquel Hijo que de Dios había recibido.

Con Abrahán, con Isaac, con María de Nazaret, también tú, Iglesia amada del Señor, vas diciendo: “Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida. Tenía fe, aun cuando dije: _ ¡Qué desgraciado soy!”

Con Abrahán, con Isaac, con María de Nazaret, también tú te declaras “del Señor”, también tú, que has creído, le ofreces a Dios tu sacrificio de alabanza y te abandonas confiada en sus manos.

Ahora considera el misterio que se te revela desde la nube que se formó en la montaña de la transfiguración, nube-sacramento de la presencia de Dios en medio de su pueblo, nube-trono de la gloria de Dios que llena morada.

De esa nube sale una voz: “Este es mi Hijo, el amado: escuchadlo”.

Ésa es la revelación que hoy se te hace: El Padre te presenta a su Hijo, a su amado, y, ofreciéndote ese don, te dice que está de tu parte, que está contigo, que cree en ti, que se fía de ti y te confía lo que más ama.

“¿Quién acusará a los elegidos de Dios?” ¿Será acaso Dios, que nos ha dado a su Hijo? “¿Quién condenará?” ¿Será acaso Cristo, que murió, más aún, resucitó y está a la derecha de Dios, y que intercede por nosotros?”

Lo que Dios había de manifestar al hombre, nos lo ha dicho todo en ese Hijo, y “en darnos como nos dio esa palabra suya”,  esa Verbo de vida y de amor, sólo nos ha pedido que lo acojamos: “Escuchadlo”.

Recibe esa Palabra, comulga con ella, haz tuyos sus sentimientos, y pide que su Espíritu te transforme en aquel a quien recibes y comulgas.

Y no dejes de escucharlo en los pobres, cuerpo doliente de Cristo que sale a tu encuentro.

Feliz domingo. Dichosa transformación-transfiguración en Cristo Jesús.

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