Quien no construye, destruye
La Pascua no es una sensación ni un sentimiento. Es un estado de vida, un modo de leer y procesar los acontecimientos. La vida consagrada es un estado de Pascua permanente. Inmensa intensidad y ligera parcialidad; fuerza para mantener y agilidad para cambiar; luz para ver y oscuridad para, siempre y en todo, buscar.
Hace unos días escuchaba a un religioso y me hablaba de su Pascua sin resurrección. Su escepticismo al descubrir que, en realidad, nada cambia porque no puede cambiar. Cuando «oigo expresiones de Pascua –afirmaba– me molestan, porque no las creo y no creo a quienes las dicen… Estoy abocado a tomar una decisión en mi vida, porque quien no construye, destruye». Llevo dándole vueltas al construir y destruir. ¿Qué es Pascua y qué no lo es? ¿Hasta dónde creo y hasta dónde me apoyo en lo que creen? Es lo que tiene el acompañamiento que, cuando lo es, no deja indiferente a nadie. Por supuesto, tampoco al Espíritu.
Construir es edificar. Quizá crecer. Sin duda, interrogarse. Por supuesto, personalizar, asumir, afrontar y adquirir responsabilidad. Construir a veces es deconstruir –palabra que ha adquirido resonancia gracias a la gastronomía más que a la espiritualidad– y pararse, para preguntar y preguntarte hasta dónde es verdad lo que afirmas habitualmente como tu gran verdad. Construir es, en el ámbito comunitario, vivir intensamente cada instante, cada encuentro, cada hermano, cada día… Construir es el vacío interior que experimentas, cada noche, cuando evalúas la jornada y descubres infinidad de palabras dichas sin sentido y la carencia de las que deberías haber ofrecido. Construir también es cuando sientes dolor de tener el corazón descansado porque no amas lo suficiente; o torpeza en las manos porque hace mucho que no ayudan, levantan o acompañan desde la gratuidad para la que fueron creadas. Construir habla de vidas que no se abandonan a la resignación de ver pasar los días en espera de un mañana que nada tiene que ver con la misión. Construir es el verbo de los que están vivos y vivas porque no se dejan vencer por la ambigüedad y torpeza con que los sueños se transforman en realidad. Construir habla de la recreación de lo pequeño, las distancias cortas, el encuentro más que el congreso; construir es, muchas veces, perder el tiempo, pararse, escuchar y reconocer. El mayor enemigo para construir es el escepticismo de saber «el final de la película». El inmediatismo de buscar la solución en un clic, porque falta paciencia para encontrarla juntos. Es enemiga del construir, la ambigüedad que afirma confianza infinita en la providencia, mientras se asegura el confort; o la parcialidad de llenar de falsa espiritualidad lo que solo es crítica o murmuración o, incluso, difamación despiadada. No construye la actitud sostenida y consentida de apoyar la existencia en un deber ser, bien redactado y articulado que no pasa por vidas entretejidas, comprendidas y respetadas.
Quien no construye, destruye… y, ¿cómo lo hace? Pues, muy probablemente, desde la falta de consciencia. Cuando falta pasión o falta verdad. Cuando el «barniz refractante» no permite que nada, ni nadie de los próximos, nos afecte ni manche. Cuando las vidas compartidas de lo que denominamos comunidad, en realidad, son vidas superpuestas sin complicación ni encuentro. Con la formalidad y la funcionalidad encumbrada y acostumbrada a no hacerse preguntas sobre la propia verdad. Seguramente se destruye cuando se dejan pasar los días de la comunión haciéndolos todos lo más iguales posibles para que no haya sorpresas ni sobresaltos. Quizá hasta sea un signo de destrucción los silencios, a veces clamorosos, solo rotos cuando tenemos que contar, fuera de casa, lo maravillosa que es nuestra vocación y nuestra casa y nuestra misión. A veces pienso que destruye conformarnos con que las cosas son así, sin pregunta alguna de cómo han llegado a ser o, incluso mejor, cómo podrían ser. Algo tan ingenuo como llegar a pensar, ante una magnífica catedral medieval, que esa obra ya muestra que nuestra sociedad actual tiene fe o vive los valores del evangelio y lo único importante es llenarla.
Seguramente, el religioso del que os hablaba, está viviendo una auténtica Pascua: real, sincera, incómoda, curativa. Un paso a otro estilo de vida que, de cierto, las miradas de su casa no reconocerán. No importa, la Pascua cuando es real, provoca siempre frutos de verdad que, sin ser dichos, consiguen «gritar» y terminan por abrir, poco a poco, la sordera de quien no oye, porque está apasionado o apasionada corrigiendo la vida de otros.