Escuchar cada mañana al Espíritu, prestar atención a esa voz suya que posee tonos diferentes, es para mí lo primero y más urgente. «¿Por dónde Señor?», escucharle en la oración, en su Palabra, nos lleva a estar atentos: cuando nos habla desde el corazón de los hermanos de comunidad, desde las necesidades de la gente, desde el grito de los hombres y mujeres que hoy habitan nuestro mundo. Con la misma actitud de la Virgen: acoger la Palabra, darle vida, meditarla en el interior y llevarla a los hombres.
Mi fundadora, Alberta Giménez, supo dar respuesta a las necesidades de su tiempo. Ella había adquirido esa sensibilidad para reconocer la voz de Dios en cualquier circunstancia de su vida. Él cambió, una y otra vez, todos sus proyectos. Y, aunque no pudiera entenderlo, decía que Dios siempre nos sorprende y «dispone todo para nuestro mayor bien».
En nuestro tiempo, que valora tanto la especialización, ¿no deberíamos ser los religiosos los ‘profesionales’ de la escucha y de la experiencia de Dios? Lo importante es dejar que todo lo nuestro –lo que somos y hacemos– lo toque Dios y, cuando Él lo toca, lo hace nuevo: «Yo hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,5). Es Él quien nos convierte en personas capaces de indicar el camino a tantos hombres y mujeres que se cruzan en nuestra vida, que están perdidos y no le encuentran el sentido.
Y lo segundo más urgente, en nuestro mundo roto, es vivir en fraternidad; porque eso significa amar como Jesús, poner en activo su mandamiento nuevo. El papa Francisco nos invita a ser expertos en comunión y en misericordia, y a dar testimonio de alegría y esperanza. El religioso, para ser fiel a su vocación, debe recordar al mundo que Dios no se olvida de sus criaturas, y cantar como la Virgen, cada día, su Magnificat.
Esto es lo que puede hacer creíble nuestro seguimiento de Jesús: contemplar escuchando, agradecer cantando y servir amando.