La vida consagrada siempre se ha movido en terrenos ambiguos. La paradoja de necesitar una organización de algo tan abierto y ligero como el carisma, siempre ha supuesto un ejercicio sincero de comunión; una cierta cesión al orden y la expansión y, en consecuencia, una pérdida de valores tan reclamados y frescos como la creatividad, la libertad y la versatilidad. Es el Espíritu quien suscita el don, lo encarna en la historia de cada persona y lo hace nuevo, somos nosotros quienes lo organizamos, lo leemos y lo proponemos con la pretensión de que incendie y, por eso atraiga y, también, sane y, por eso sirva.
Otro aspecto, no menos importante, es la minoridad o la pequeñez o, incluso, la insignificancia. Los carismas comunitarios y personales han de pasar mucha historia en la esfera de lo privado para llegar a ser fecundos en lo social. La capacidad para la espera y el cuidado; el tiempo y el silencio, son categorías que desconciertan y, en ocasiones, desesperan a quienes vivimos urgidos por la necesidad de ofrecer y lograr que, además, tenga efectos secundarios palpables y se reconozca y valore por el gran público.
Nuestro mundo está tejido de relaciones. Positivas y negativas. Transacciones, contraprestaciones, conflictos, intereses, convocatorias, decisiones, adhesiones y rupturas, protestas, desencuentros, uniones, reconciliaciones y separaciones. Lleno de pobrezas y riquezas; de responsabilidad y frivolidad; de velocidad, vértigo y quietud; de destrucción y naturaleza; de muerte y vida. Está lleno de creación. Y ahí, en su corazón encuentran sentido y sitio los carismas, los referentes de algo nuevo. Son las miradas a la eternidad desde el abrazo de la humanidad. La esperanza de un reino que es porvenir, porque se fragua y cuida en el presente de hombres y mujeres que saben que todo sucede en Dios, todo es de Él, porque nunca se alejó de nada ni de nadie. Los carismas y los consagrados y consagradas que los encarnan, son regalos que muchos no valoran o no ven, pero no dejan de ser regalos. Son signos de una presencia actual de Dios, que nunca dejó de estar, y, por eso, sirven de referencia o recuerdo o impulso cuando alguien se plantea que el mundo puede ser de otra manera, con otros valores u otras relaciones. Son el canto de lo inútil porque permiten la vida con estilos bien diferentes, no fuerzan ni riñen, no corrigen e iluminan, pero no ciegan. Por eso acercan, valoran y crean espacios de encuentro para quienes parecían tan distantes.
Los carismas son los regalos más limpios que tenemos de Dios. Los milagros del día a día. Las andaderas, los indicadores, las oportunidades… el sueño de novedad. Por eso se resisten a la «organización organizada de la mente organizadora» del siglo XXI. Cuando el carisma se debilita o empequeñece; cuando deriva hacia el terreno literario y no se le da vida, crece la empresa o el espectáculo, o la frivolidad o la estructura férrea y cerrada.
Las congregaciones son los lugares del carisma. Cada persona en ellas, un carisma de libertad y transformación. Reconocerlo y trabajar por ello, en nuestro hoy, nos conduce a dar gracias, quizá por lo que no solemos hacerlo. Por no ser fuertes, por resultar muchas veces indiferentes, por experimentar la debilidad o la ruptura interior; por no ser muchos, por ser mayores, por tener que cerrar mover o trasladar, por amar el mundo y no saber cómo expresarlo mejor. Agradecer también la pérdida de seguridad, o de relevancia o notoriedad. Agradecer, incluso, que las manifestaciones de transformación sean tan lentas y pequeñas; la pluralidad que hace difíciles las decisiones corales y coordinadas; la riqueza de cada historia personal con sus logros y miserias; agradecer cada vocación al servicio del reino, aunque no venga a mi casa y, si viene, que no piense como yo, ni hable mi idioma y mueva mi seguridad.
Agradecer que Dios siga siendo Dios, el misterio siempre presente y ausente, del que nada temo, porque interiormente sé que va conmigo. Agradecer la vida y la muerte, tan próximas, y que la vida consagrada simboliza de manera tan especial e icónica. Agradecer los regalos del testimonio y la gratuidad que nos llegan por los sentidos y el corazón de la fe. Agradecer las vidas de quienes hacen de su existencia una obediencia al carisma, tan libre como subversivo; tan valiente como frágil y tan cercano como distante. Agradecer que el signo del carisma sea tan endeble como el abrazo expresivo a un cuerpo gastado, con la mirada puesta en la eternidad y la palabra justa que inquiete al presente.