El pensamiento único, muy presente en la sociedad actual, afecta a nuestra vida como consagrados. Nos resulta complicado vivir con fidelidad y con pasión el Evangelio y, en nombre del respeto de la dignidad de la persona, asumimos, a veces, actitudes típicas de la mentalidad de nuestro tiempo: la autorreferencialidad, el individualismo, la división interior, la necesidad de autorrealización… Cuando perdemos el sentido de la existencia y, con él, el Señor y el Evangelio, nos perdemos en el camino y, en esa confusión, buscamos en otro lado. Así, vamos dejando de hacernos preguntas y corremos el riesgo de morir interiormente: ¿Quién es para mí Jesucristo hoy? ¿Cómo cuido mi relación con Él? ¿Cómo organizo el tiempo en su presencia? ¿Me dejo iluminar por la Palabra e interpelar en cada momento por el Evangelio? ¿De qué forma me libero de la inmanencia de mi ser y de la fascinación por mí mismo y ayudo a los otros?
A pesar de que nuestra vida se anestesie, Jesús, con su fidelidad, continúa llamando a la puerta, nos provoca y nos pide que pongamos en juego la vida. Nos invita a cambiar de estilo, de mentalidad y modo de ser para hacer visible, en todo momento, el cuidado de las relaciones. Nos urge a no perder la brújula en el maremágnum de las relaciones virtuales que nos llevan a definirnos desde un “me gusta” o “no me gusta”, y no desde Cristo y su Evangelio.
Él, que conoce nuestro corazón, apuesta por nosotros, nos ayuda a recordar la mirada del primer amor y nos envía por los caminos del mundo de nuestro tiempo.