Los viajes largos me hacen tocar el fondo de mí misma. Por un lado constatar todo aquello que me tiene distraída en este tiempo (me llama la atención que en la pantalla que tenemos cada uno hay tantas opciones de “entretenimiento” que apenas sé cuál elegir) por otro lado, es como si en la distancia emergiera lo más esencial, aquello que de verdad merece la pena, lo que más valoro y que en el día a día no soy capaz de apreciar y agradecer lo suficiente. Tengo delante de mi asiento a una pareja francesa que va ya por la tercera película, todo el tiempo han tenido la ventanilla cerrada y no han podido percibir esa luz de fuego en el cielo. Me hace pensar que a veces también yo voy así por la vida, a lo mío y con la ventanilla echada, más en “películas”, sean del tipo que sea, que en lo real cotidiano y perdiéndome tantas señales de Dios en lo concreto, en las cosas más simples de cada día.
No sé si os ha pasado pero a veces en los trayectos rutinarios, del trabajo a la casa, solemos hacer el mismo recorrido y, en ocasiones, cuando cambiamos de acera de pronto descubrimos edificaciones preciosas, cuya belleza no podíamos percibir cuando pasábamos tan cerca. Así me ocurre con los rostros cuando tomo distancia y ahora me arrepiento de no expresar más a las personas lo valiosas y queribles que son, y lo feliz que me hace que estén en mi vida. Con perspectiva lo cotidiano cobra otro sabor, y los gestos más sencillos (como que madruguen para llevarte a la estación o te preparen algo para la cena) se convierten en una caricia al corazón, y me doy cuenta de lo torpes que somos para mostrarnos el cariño. Una religiosa me compartía: “soy más bien seca con mis hermanas y no saco todo el afecto que hay en mi”. ¿Por qué será que amamos más cuando nadie nos ve?