Pero sigamos con las dietas. Para mí lo peligroso son los apóstoles de las mismas. Relatan para quien quiera oírlos y para quien no quiera también, lo bien que les va y de cómo se sienten «nuevos». Suelo mirar con cierta comprensión cuando alguien se expresa así, porque externamente les va como siempre. También existe una vida consagrada marcada, medida y pesada como las dietas. Y también hay profetas y profetisas que quieren hacerlas proyectivas a sus «hermanos y hermanas» –que no sus amigos– con el afán loable de convertirlos, cambiarlos o mejorarlos al parecer del apóstol de turno de «su dieta».
Suelen ser éstos, muy ávidos para descubrir cuando alguien se salta la dieta. Cuando otro u otra se permite una licencia que ellos consideran atenta contra el espíritu de la «dieta» que, –por deformación y mantenido durante años–, ya consideran el plato nacional de la congregación. Les encanta subrayar lo que otros comen o dejan de comer; dicen o dejan de decir; hacen o dejan de hacer… Forma parte de su dieta. En realidad, éstos que pesan calorías de los demás, hace mucho tiempo que no saben si están calientes o fríos, porque lo suyo no es el latido, sino la medida.
Creo que, en buena medida, los profetas y profetisas de dietas imposibles para sus hermanos, no tienen un problema moral, pero sí un grave problema afectivo. Son aquellos y aquellas que no han llegado a la vocación por amor, sino por descarte. Y, por más que se disimule, se nota y proyecta; se infunde y condiciona. A mí, qué quieren que les diga, esas actitudes me provocan ternura porque siempre pienso que quien se agarra a una norma para sentirse fuerte o quien juzga sin misericordia o se mueve por la envidia, lo que le ocurre es que le faltó un abrazo a tiempo, la cercanía de alguien que les dijese, de verdad, «para mí eres especial…» Les faltó el amor de la vida y ahora solo han encontrado el sucedáneo que les da seguridad, su propia ley, invivible, improyectable… pero lo único que tienen.
El problema de la vida religiosa en el diálogo con la realidad, o con los jóvenes (que viene a ser lo mismo) no es la radicalidad del seguimiento, sino la proliferación de dietas. Rarezas que van superponiéndose y convirtiendo los espacios comunitarios en un campo muy parecido a aquellas «máquinas de petacos» – o pinball– que entretenían las horas muertas de quienes éramos adolescentes en los años 80. La bola se desplazaba a golpe de impulsos que las gomas proporcionaban, con la suerte de caer, en ocasiones, en huecos dónde se ganaba puntos, para terminar, inexorablemente cayendo en el agujero que anunciaba el final de la partida. No se puede ofrecer la vida como un campo de minas donde lo importante no sea vivir, sino sortear obstáculos. Porque, en pura normalidad, nadie normal se apuntará. Nuestra situación no es tanto tener que inventar un juego nuevo, sino limpiarlo de dietas y técnicas a las que les falta abrazo o cercanía, o reconocimiento… como ustedes quieran.
Es verdad que quienes se han asomado a tiempo a la realidad tienen la vida llena. Quienes entienden su biografía ocupada y desvivida para hacer posible reino no suelen tener mucho tiempo para la dieta y menos para proyectarla. Pero me temo que no son los más. La gran mayoría acepta, resignada, una dieta impuesta, aunque no le convenza. El viejo y sabio argumento de pro bono pacis, está presente y actuante. Quien más o quien menos lo ha invocado alguna mañana para afrontar el día. Sin embargo, no sana, el anhelo de una vida diferente, una convivencia real donde abunden dietas proyectivas y proyectadas, sino originalidad acogida sin glosa ni juicio. De momento, en silencio, lo que queda es no responder a la dieta con más dietas y, sencillamente, pedir que los profetas y profetisas de las mismas, descubran a Dios abrazo que no los juzga, que los quiere como son, que ama su historia. El camino de la espiritualidad es lento, pero seguro. Y quizá, no tardando, la vida religiosa de este tiempo y sus formas comunitarias, se conviertan a una normalidad deseada, en la cual hablemos y acordemos –sin imponernos– una dieta de Reino que resulte emocionante porque no se centra en la medida, sino en la anchura de amor que sorprende. Quizá no tardando, descubramos, que en la vida religiosa lo importante no es parecer iguales, sino ser muy diferentes, pero integralmente abrazados por Dios. El gran cambio comunitario no es otro que liberarnos de la «propia disciplina de la dieta» para imponer a otros y aprender a ofrecer y disfrutar, sin precio, el abrazo de la vida.