¿DÓNDE TE ENCUENTRAS?

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1999

(Diana Papa, clarisa).  Al comenzar el año nuevo  queremos dejarnos alcanzar por Dios, que nos llama por nuestro nombre: ¿Dónde estás Adán, Eva, Pedro, Juan, Marta, María Magdalena… y dónde estás, mujer y hombre consagrado de este tiempo?

Todavía hoy el Señor nos pregunta a cada uno: ¿En qué lugar te encuentras respecto de ti mismo, de tu humanidad habitada por el amor incondicional de Dios, de la comunidad, las mediaciones, los hermanos y hermanas, de aquellos que esperan gestos de esperanza? ¿Dónde te encuentras en el cuidado de la creación, belleza de la Sabiduría, a menudo maltratada por el descuido y el consumismo del ser humano? ¿Dónde te encuentras y dónde colocas a Dios en tu vida? ¿Dónde has dejado el recuerdo de tu primer encuentro, del día en el que el Señor te reveló su amor para siempre y te confió el clamor de su pueblo?

El Espíritu nos empuja a traspasar el umbral del silencio de Dios para ponernos a la escucha de las preguntas hondas y silenciar los pensamientos profundos del sinsentido. Mientras, nos educa a permanecer en contacto con la profundidad de la existencia, sin atarnos al momento veloz de la comunicación virtual, nos devuelve al abismo del Misterio habitado por el Señor. Cada día nos habla a través de la Palabra, la fraternidad, las personas, los acontecimientos…

Él nos invita a superar el foso de la autorreferencialidad para situarnos junto a Jesucristo y seguirlo sin condiciones, buscando solo y constantemente su rostro y el de los hombres y las mujeres de nuestro tiempo. Nos pide que cualifiquemos evangélicamente nuestra vida para ser, en la historia, signo de su presencia, instrumento eficaz en la construcción de un mundo profundamente humano, pero habitado por el amor de Dios. Nos invita a escuchar, a responder, a caminar junto a la presencia del Altísimo, asumiendo un estilo de vida profético que manifieste la acción de Dios en cada hecho. Nos envía a la estabilidad o a la itinerancia por los caminos del mundo y a las periferias de la historia, para descubrir los signos de la presencia de Dios en la vida cotidiana y convertirnos en interlocutores que reconocen sabiamente las preguntas con las que Dios y la humanidad nos interpelan (cf. VDq 2).