“Cristo, nuestra única esperanza” (1 Tim 1)
Señora de la esperanza
Señora de la Esperanza, porque diste a la luz la Vida.
Señora de la Esperanza, porque viviste la Muerte.
Señora de la Esperanza, porque creíste en la Pascua, porque palpaste la Pascua, porque comiste la Pascua, porque moriste en la Pascua, porque eres Pascua en la Pascua.
Pedro Casaldáliga
¿Un mundo “sin hogar”?
¿Vivimos, verdaderamente, un mundo deshumanizado y deshumanizándose? ¿Es cierto que todo, o casi todo, “va mal”? ¿Cuál es el diagnóstico de nuestro mundo? ¿Es un mundo enfermo terminal, sin soluciones, sin objetivos, que gira constantemente en la misma noria del desencanto, la desesperanza, la desolación y la disolución, la vieja “angustia” sartriana? ¿Estamos participando de un deterioro constante y progresivo de las más elementales cotas de humanidad, de humanismo? ¿Hay un déficit significativo, y de algún modo nuevo, de “razones para la esperanza”? ¿Es éste “un mundo sin hogar”, en la socorrida frase de hace ya varias décadas?
¿Se trata de preguntas cargadas de pesimismo, de visión oscurantista de la vida, de la sociedad, de las gentes, los “importantes” y los “descartados”. Unos por unas causas y otros por otras? Según nos situemos ante estas preguntas, y otras muchas similares que podríamos formular, tendremos un diagnóstico más o menos acertado de “lo que pasa”. ¿O no puede haber diagnóstico? ¿Será que ni siquiera podemos ponernos de acuerdo en un análisis medianamente fiable, verosímil, certero? ¿Qué le pasa a la gente de hoy, qué nos pasa a cada uno de nosotros? ¿Qué “tal estamos”? ¿Cómo “nos encontramos”? Para algunos, “ni siquiera estamos” o apenas “nos encontramos”, aunque sean las acostumbradas preguntas formales de cualquier saludo inicial.
No es fácil, ciertamente, formular un diagnóstico suficientemente seguro y fiable; diríamos, “científico”, es decir, objetivo, que sobrepase ideologías, concepciones religiosas, o situaciones subjetivas legítimas pero tocadas de individualismo y motivaciones biográficas. Seguramente no se puede llegar a un dictamen en el que “todos los médicos de la sociología” consigan ponerse de acuerdo. Hay muchas variables o variantes, que dificultan y hasta impiden esa diagnosis que pueda responder “qué nos pasa”, “qué me pasa”, “cómo nos encontramos”. Y, por tanto, mucho más complejo es todavía encontrar las causas, razones, motivos de todo tipo, que están a la base de ese “cómo estamos”. Influye un haz de motivaciones tan variadas, que llegar a concluir las causas de lo que pasa, –sea lo que fuere– es poco menos que una tarea imposible.
¿Una Iglesia “sin casa”?
La “casa” es el hogar de la Iglesia. Y ese escalofrío pesimista y amedrantador que experimentamos ante el desarrollo de múltiples acontecimientos del mundo actual, lo padecemos también en nuestra Iglesia. Cuando deja de ser “casa” y “hogar”, ámbito de sosiego sensible y comprometido con la realidad de la vida que nos envuelve y a veces nos fagocita. Francisco hace cabriolas arriesgadas y valientes, por ser evangélicas, para devolver a la Iglesia ese “sustrato” de humanidad que en ocasiones, por el pecado que todos vivimos, parece diluirse, fragmentarse, deshilacharse. La Iglesia, como el mundo; o, mejor, la Iglesia que vive y peregrina en el mundo, y que por eso, también “es mundo”, debe recuperar grandes dosis de humanidad, de fraternidad, de benevolencia, en definitiva, de misericordia. No porque estemos en el Año Jubilar, sino porque la misericordia vertebra toda la vida cristiana, toda la Iglesia, como contagio inevitable con la misma vida de su Señor de la Historia. Pero si la Iglesia pierde su “encantamiento”, es decir, su sal y su luz, su parresía, su capacidad para el entusiasmo, su alegría, su mirada esperanzadora aunque realista hacia y dentro del mundo del que forma parte, se diluye en el mismo “desencantamiento del mundo”, del que hablaba el filósofo francés.
Aterrizando: estamos hablando de la esperanza. ¿Es éste, ciertamente, un mundo sin esperanza? ¿formamos parte de una Iglesia enferma de des-esperanza? Si así fuere, recuperar la esperanza, la utopía realizable y razonable, la mirada cordial y empática consigo mismo y con las realidades en las que necesariamente se encuentra inmersa, es siempre un reto inaplazable para la Iglesia de cualquier momento histórico. Hoy, en estas épocas, tal vez de desierto, perplejidad y zozobra, la Iglesia, como siempre, debe conservar sana la virtud teologal de la Esperanza. Recordando que el desierto siempre es fértil.
Cuando “no hacemos pie”
Es, tal vez, una de las experiencias más inquietantes que podemos vivir. Lo recuerdo, especialmente, durante mi infancia: entrar en la playa, nadar mar adentro, y, de pronto, intentar “hacer pie” y “no encontrar suelo”; quedarnos “de-solados”, sin suelo, sin algo sólido donde apoyarnos; percibirnos “des-con-solados”. Lo llamamos “no hacer pie”. O haber perdido el apoyo, la base, la sustentación, quedarnos a merced de un ámbito que no nos recibe, no nos soporta. Perder el mundo como soporte. Quizás pueda ser una buena imagen física, corporal, de lo que en ocasiones nos ocurre: sentirnos abandonados, perdidos, desapoyados; lo que imagino que ocurre en esa muerte tan horripilante que es morir de asfixia, morir por falta de oxígeno, que es lo mismo que “no hacer pie”; quedarnos inermes, perdernos hasta desaparecer. Abandonados de todo y de todos. Entonces experimentamos estar “a la buena de Dios”, es decir, simplemente, “en manos de Dios”.
¡Cuántas veces los salmos nos recuerdan, tan poéticamente, realidades existenciales de este estilo! Basta coger el salterio para sentirnos incorporados e interpelados por experiencias y sentimientos de este tipo. El ser humano, siempre tan frágil, tan acosado, tan indefenso. ¿Será así la conocida “noche oscura del alma”? ¿será así el también tan recurrente “silencio de Dios”? ¿fue ése el gran grito del Jesús descartado en la Cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Pero, es más, ¿podemos vivir la fe sin la esperanza?, o también, ¿podemos vivir la vida sin cruz, sin “noche oscura”, “sin hacer pie”? Tal vez sea entonces, cuando nazca o se robustezca la esperanza, desde ese hondón oscuro en el que parece que se juntan el cielo y la tierra y nos aplastan irremisiblemente. La esperanza nace desde el encontronazo vital con lo más profundo del ser humano. Hay que cavar hacia dentro para toparnos con la oscuridad y renacer desde el abismo de la vaciedad y el sin-sentido. Y esto requiere reflexión, y aprender a rezar: “Señor, creo, pero aumenta mi fe”. Y también: “aquilata y fortalece mi esperanza”. “Mientras haya reflexión, hay esperanza. Mientras lo inmediato no secuestre íntegramente la vida del hombre y éste logre crear espacios para jerarquizar sus urgencias, es posible la esperanza. El abismo se anuncia cuando cesa la reflexión y el mundo se convierte en un centón de obviedades que el hombre crea dominar. Ese es el final de la filosofía. Ese sería también el ocaso de la esperanza”1. “Atrévete a pensar”, decía Kant.
La esperanza nos une
Los cristianos de hoy buscamos puntos de encuentro con la gente con la que convivimos. Explícitamente o no, siempre aletea entre nosotros un legítimo afán, que es además una urgencia y una responsabilidad, de hallar esos “puntos de encuentro”; recuperar tantos “puentes rotos”. ¿Cómo conectar con la gente de hoy, con los intelectuales, con los jóvenes e incluso con los niños, cómo lograr un lenguaje común, un lenguaje posible, o lo que es más importante, un “tema” común de diálogo en una sociedad mayoritariamente indiferente ante la fe? La esperanza puede ser uno de sus “puntos comunes”, lugares susceptibles de encuentro, de camino y peregrinación compartida, de diálogo en un recorrido frustrado y desesperanzado hacia cualquier Emaús actual que se precie.
Hay algo que tal vez pocas veces reflexionamos: las llamadas virtudes teologales son, en el fondo, realidades, dimensiones o ámbitos, profundamente humanos. Las creencias, la fraternidad y la solidaridad, y, por supuesto, la búsqueda de una esperanza que sostenga sin espejismos la fragilidad y la dureza de la vida, son “comunes” a todos, aunque les pongamos, o les pongan, nombres diferentes. Son puntos de engarce con la gente de hoy, “lugares” de evangelización, “atrio de los gentiles”, plazas de complicidad.
La pregunta sería: ¿la esperanza es “un invento” de la Iglesia, algo que no tiene resonancia ni consistencia en el “existenciario” humano, en el “universo simbólico” de las personas, en la estructura más íntima y axial de los seres humanos? ¿hay “sintonía”, connivencia existencial, correspondencia, entre la esperanza que propone y predica la Iglesia de Jesucristo y los verdaderos afanes, proyecciones, necesidades, búsquedas y ansias legítimas de los seres humanos? Con otras palabras, ¿se trata de “algo” reservado y exclusivo para los cristianos ante situaciones-límite, complejas y de difícil solución humana? ¿La esperanza es una especie de engañifa, de antídoto ante la dureza de la vida desplazando “la solución” para la vida eterna después de la muerte? Dice Andrés Torres Queiruga: “La esperanza pertenece al grupo de vivencias o experiencias fundamentales que llegan al fondo de la existencia, movilizando los resortes de la vida y suscitando las cuestiones de sentido. En última instancia, el problema de la esperanza coincide con el problema de la existencia humana: la manifiesta en uno de sus aspectos radicales”2.
El “concepto” (virtud teologal) “esperanza” es uno de los más “sanos”, inteligibles y universales del “existenciario” humano; afortunadamente, todo el mundo –más o menos– entiende, con bastante presteza y exactitud, lo que queremos decir cuando hablamos de la esperanza: “La preocupación por comprender la esperanza se ha ‘universalizado’… la esperanza (pertenece) a una dimensión constitutiva que, como interrogante último y radical, afecta a ‘lo humano como tal’”3. La esperanza es un “concepto” que no está intoxicado, que no se ha viciado o bastardeado con el paso de los siglos. Es un concepto “virgen” (más que la “fe” –que conserva fuertes resonancias exclusivamente religiosas–, e incluso que la “caridad” –que suele ser traducida en el mundo secular por “solidaridad”, en actitud peyorativa hacia el concepto y el contenido “caridad”)–.
No es necesaria aquí, a mi modo de ver las cosas, una especie de “transposición” al lenguaje y la mentalidad modernas. De hecho, de “esperanza” han hablado (en las posturas más radicales, negándola) los grandes santones del siglo XIX: Schopenhauer, Feuerbach, Nietzsche, Marx, Freud, incluso los existencialistas ateos, tan preocupados por esta categoría filosófica; lógicamente las “soluciones” o “puntos de llegada” de las visiones no-religiosas o no-cristianas, difieren de nuestra virtud teologal cristiana. Pero, ciertamente, en nuestra teología, pastoral y homilética, en el lenguaje coloquial o en el acompañamiento espiritual, podemos –y por supuesto, debemos– seguir hablando de la dimensión esperanza (el “principio-Esperanza”, lo llama el filósofo alemán marxista Ernst Bloch4) como una categoría filosófica y teológica actual, irrenunciable y universal. “La esperanza en su sentido más hondo se sitúa en un nivel que es previo a toda filosofía, a toda ideología e incluso a toda religión”5.
Desde nuestra esperanza
Puede ser muy comprensible que, frecuentemente, se nos pierda nuestra propia esperanza en alguna esquina del camino de nuestra propia vida. Conservar la esperanza puede ser tan espinoso como conservar la fe y la caridad cristianas. Fe, esperanza y caridad no son tesoros descubiertos y conservados en formol a lo largo de toda nuestra vida. No son “verdades” a depositar en nuestra vida cristiana sin posibilidad de riesgo de pérdida, de anquilosamiento o sin fecha de caducidad. Son dimensiones existenciales vivas, que es preciso reconocer, cultivar, purificar, practicar. Requieren una tarea personal, espiritual, que no siempre es sencilla y fácil, sino habitualmente arduas y penosas; dimensiones que hay que actualizar constantemente, rejuvenecer, sanar y sanear. Son dinámicas porque vienen referidas a la misma vida, se insieren en lo profundo de nuestro ser y obrar, en el ámbito de las opciones libres y personales.
Pero, como todo en la espiritualidad cristiana, no son conquistas únicamente personales. Suponen siempre la gracia y la presencia del Misterio de Dios que nos invade en el claroscuro de nuestra propia existencia. Sin el don del Espíritu, sin el regalo gratuito del Dios bueno, la fe se va convirtiendo en ideología o en uno de tantos sistemas de creencias. La caridad se empobrece en filantropía, en voluntarismo no siempre altruista o desinteresado, en una solidaridad ajena a la dimensión trascendente (pero no por eso refutable, y ciertamente, nada reprochable). La esperanza se limita a una inmanencia cerrada cercana a la simple espera inactiva, cojitranca como la fe y la caridad, cuando no vienen empapadas y urgidas desde la Presencia activa pero respetuosa de la Trascendencia del Misterio.
Revitalizar nuestra esperanza es tarea previa para la evangelización, para “estar en forma” en el discipulado de Cristo. Cuando nuestra esperanza palidece, tartamudea, enferma, es altamente difícil transmitirla. Es lo de siempre: no podemos “dar” lo que no tenemos. Es arriesgado –por no decir, imposible– transmitir esperanza siendo cristianos desesperanzados, o des-esperados, que no sé si será igual o peor. En cualquier caso, solo la esperanza engendra esperanza; solo desde una visión existencial esperanzada y activa podemos ser creadores de esperanza en un mundo tan peligrosamente tentado de desesperación. Por eso estamos urgidos, como nos recuerda Pablo, “a esperar contra toda esperanza” (Rom 4,18). Y habría “razones (legítimas) para la desesperanza”, del mismo modo que existen “razones (también legítimas) para la esperanza”. Porque, ¿cómo no comprender la des-esperación de los refugiados de guerra tras la interminable guerra siria y el silencio cómplice de Europa, o cómo no comprender el desasosiego del pueblo haitiano ante la nueva catástrofe del ciclón Mathew días atrás; las lágrimas de miles de colombianos cuando temen que los pasos dados a favor de la paz pueden desandarse, tras más de cincuenta años de guerra civil y cientos de miles de víctimas? No seamos ingenuos ni “buenistas”: hay “razones” para la desesperanza.
Pero, nosotros, los discípulos de Cristo, conociendo y respetando esas “razones” trágicas, hemos de seguir optando por las “razones” para la esperanza, como escribía nuestro querido Martín Descalzo. “Hay esperanza para tu futuro” (Jer 31,17).
La transmisión de una esperanza “seria”
Dice, con gran razón el sencillo cardenal emérito de Bruselas, Danneels: “La imagen de la verdadera esperanza cristiana padece un idealismo lenitivo y evaporado y cierto voluntarismo: ‘Haz lo que puedas y Dios hará lo demás’. Esta clase de estímulo, dirigido al pobre jumento oprimido por una carga enorme, tiene algo de cínico. ‘Si rezara usted más, si llevara una vida mejor, no estaría tan abatido ni desesperado. Usted es un cristiano tibio, por eso le sale todo mal’. Cabe preguntarse si tal lenguaje se justifica desde el punto de vista teológico y moral, pues desde el punto de vista psicológico y pedagógico es ciertamente un error”6. Y tiene razón el cardenal belga. Mientras transmitamos esa “esperanza enlutada” de la que habla Bloch, estaremos transmitiendo, o educando, una esperanza de compasión mal entendida, una esperanza minimalista, alienante: una esperanza como estado anímico-espiritual orientada exclusivamente a una vida eterna desvinculada de la vida de cada día, una esperanza cargada de “un idealismo lenitivo y evaporado y cierto voluntarismo”. Esto “no le vale” a la gente de hoy. Tampoco a nosotros. Se trata de vivir, y por ende, de transmitir, una esperanza, que sea realmente “teologal”; ¡se trata de una virtud teologal!, es decir, una “dimensión” de la que Dios no está ausente, una virtud que toca directamente al Misterio de Dios, que lo refiere y lo narra con la misma centralidad con que decimos que “Dios es amor”. También podemos decir que Dios es esperanza, que Dios “está comprometido” con la esperanza existencial de los seres humanos. No le es ajena. No le toca a medias, no le es indiferente. Dios es la esperanza, o, siguiendo el comienzo de la primera Carta de Pablo a su joven discípulo Timoteo: “Cristo es nuestra única esperanza”.
La esperanza, como la fe, no se basa en acontecimientos puntuales, en situaciones personales de bienestar, éxito o salud. No se fundamenta en la ausencia de injusticias, de hecatombes naturales, de tratados o consensos de paz. No consiste en una actitud, en un estado de ánimo optimista cuando “las cosas van bien”. No nace automáticamente de la superación de un problema, o de unos buenos análisis médicos, o de haber hallado un estupendo trabajo con un salario decoroso. La esperanza no queda al albur de los acontecimientos, o de los líderes políticos de turno, ni siquiera al éxito de una actividad pastoral determinada, o a contar con un párroco, un superior, o un obispo “estupendos”, comprensivos y dialogantes. Incluso cuando ocurre todo lo contrario de este idealista panorama rosa, la esperanza tiene viabilidad, tiene “cuerpo”, o, si se prefiere, “sigue habiendo razones para la esperanza”.
Siempre hay que concluir que, en el fondo, “todo es cuestión de fe”. Por eso el papa Benedicto en su encíclica Spe Salvi, deja sentada esa conexión y dependencia inevitables entre la fe y la esperanza: «‘Esperanza’ es una palabra central en la fe bíblica, hasta el punto de que en muchos pasajes las palabras ‘fe’ y ‘esperanza’ parecen intercambiables. Así, la Carta a los hebreos une estrechamente la ‘plenitud de la fe’ (10,22) con la ‘firme confesión de la esperanza’ (10,23)»7. Quizás podríamos decir que la fe, la esperanza y la caridad se nutren entre sí mutuamente, en una especie de perfecta simbiosis trinitaria. Una lleva a la otra y cada una se apoya en sus “hermanas”. Tal vez, recordamos siempre con Pêguy, “la pequeña esperanza” sea como la cenicienta de las tres, en una comprensión alicorta y reduccionista de las virtudes teologales. Cuando la esperanza se debilita y “corre peligro”, cuando se convierte en una “esperanza enlutada”, necesitamos acudir a la fe, y robustecerla desde la plegaria, el silenciamiento interior y la entrega confiada al Dios que nunca falla. Cuando es la fe la que tropieza y se enreda en disquisiciones especulativas o se contenta con una fe mágica, heredada o anodina, o cuando pretendemos que acapare y hasta sustituya las realidades y dimensiones temporales en su autonomía propia, la esperanza debe salir a nuestro encuentro para “salvar” una fe malencarada o ambigua. La caridad recurre a la fe y a la esperanza para no quedarnos en una solidaridad in-transcendente, incapaz de traspasar los horizontes, reducida a un amor limitado al aquí y ahora, a la puntualidad de los hechos; una solidaridad que prescinde de una Trascendencia entendida como fuente y razón última del Amor verdadero, de la fraternidad que bebe en las fuentes de la Santa Trinidad, comunidad de amor verdadero, primordial y fontal.
En la Carta del apóstol Pedro se nos invita a “dar razón de nuestra esperanza” (1 Ped 3,15). La esperanza, como la fe y la caridad, se comunican por ósmosis, no desde comunicaciones teóricas o teológicas, que, no obstante, son siempre útiles. Quien vive la vida esperanzadamente, transmite esperanza aun sin expresarlo explícitamente. Quien vive la vida “desencantadamente”, simplemente arrastrándola, “sobreviviendo, que no es poco”, “ahí vamos, llevándolo…”, difícilmente contagiará esperanza a quienes encuentre en su camino. Es arduo vivir hoy, sinceramente, la fe, la esperanza y la caridad, en un mundo tan empecinado en vivir sólo hacia abajo, sin asomarse hacia dentro, sin empinarse a atisbar hacia arriba, con miedo a salir hacia fuera. Abajo, adentro, arriba y afuera… dimensiones que se completan y se complementan entre sí, pero que no siempre vivimos al unísono. Sería una buena meditación: ¿“Cuánto valoro el hacia abajo, cuánto penetro hacia dentro, cuánto disfruto mirando hacia arriba, cuánto intento salir hacia fuera”? A nivel personal y a nivel de Iglesia.
Un poco antes de morir, aquel gran escritor y mejor cristiano y persona, José Luis Martín Descalzo, nos dejó un hermoso testimonio de vida, de despedida, y de esperanza. El quiso “seguir en esta noria de la esperanza, terco, testarudo”:
El esperanzado
Sé que voy a perder mi vida.
Pero no importa, seguiré, sigo jugando.
Y, aunque sé que me estoy
desmoronando, voy a esperar,
sigo esperando, espero.
¿Dónde quedó mi corazón primero?
¿Dónde el amor que amaneció silbando?
¿Dónde el alegre adolescente? ¿Cuándo
mi alma cambié por este vertedero?
Pero voy a seguir en esta noria
de la esperanza, terco, testarudo.
¡Levantad acta a mi requisitoria!
Tal vez un día se deshaga el nudo.
Y, si no puede ser, dirán: ‘No pudo.
Pero murió a las puertas de la gloria’8
1 Manuel Fraijó, Fragmentos de esperanza, Ed. Verbo Divino, Estella 1992, p. 12.
2 Andrés Torres Queiruga, Esperanza a pesar del mal. La resurrección como horizonte. Ed. Sal Terrae, Santander, 2005, 2ª ed., p.17.
3 Andrés Torres Queiruga, Esperanza a pesar del mal, o.c., p.19
4 Ernst Bloch, El Principio Esperanza, Ed. Trotta, Madrid 2004.
5 Andrés Torres Queiruga, Esperanza a pesar del mal, o.c., p. 18. Y añade: “(La esperanza pertenece al…) misterio, en el sentido radical de afectar a la persona humana como tal, de suerte que su sentido y significación nunca pueden ser explorados, y menos agotados, en toda su riqueza”.
6 Godfied Danneels, Esperar. La sociedad deprimida. Ed. San Pablo, Madrid 2007, p. 9-10
7 Benedicto XVI, Spe Salvi, 2.
8 José Luis Martín Descalzo, Testamento del pájaro solitario, Ed. Verbo Divino, Estella 1991 (2ª ed. 2006).