REDIMIDOS DE VERDAD

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Tengo la sensación de que los cristianos no siempre nos experimentamos verdaderamente redimidos por Cristo. Es sólo una impresión. Como si tuviéramos que preguntar: -”¿Oiga, usted se siente realmente redimido por Cristo?” Pero, tal vez, no sólo haya que interrogar a la gente  de nuestras comunidades, a los cristianos “para andar por casa”, a los “cristianos de a pie”. Quizás haya que preguntarlo también a gente en principio más sesuda, “más estudiada”, a quienes han pasado muchos años en los seminarios o han leído algo de teología; de la más “elemental”, incluso.

Existe un sentimiento más generalizado de lo que creemos de que en realidad continuamos siendo los “hijos de Adán” perdidos y desorientados en el caos del Universo, cargados de pecados ignominiosos e imperdonables, herederos de culpabilidades ancestrales, y, por supuesto, culpabilizados y hasta escrupulosamente heridos en nuestras frágiles conciencias. La verdad es que muchos textos litúrgicos no ayudan demasiado. Es “rara” la oración de la liturgia de la eucaristía que no redunde en nuestros pecados, en nuestra miseria ¿”irredenta”?, en nuestra condición de siervos deudores eternamente por la implacable acusación de un Dios justiciero, o, al menos, “exquisitamente Justo” en su única Santidad. ¡Nos pasamos media vida pidiendo perdón! Hasta tal punto que ya no sé si pedimos perdón “de verdad” o es una simple fórmula más a la que nos han acostumbrado. Tan fatua o formalista como cuando nos tropezamos con alguien por la calle y decimos un simple y lánguido: “disculpe”, o, “perdón”… y seguimos caminando apresurados para llegar a tiempo a la próxima cita. Un perdón solicitado por mera educación, fruto de una urbanidad que aprendimos casi desde cuando nos cambiaban los pañales.

Parecemos una comunidad de imputados, de pecadores sin solución, una masa de culpables sin redención posible ante “tamaño” pecado. ¿Dónde queda la extraordinaria teología paulina sobre la gracia, la libertad, el pecado, el perdón…? “Donde abundaba el pecado, ahora abunda la gracia…”, y mil textos semejantes. A veces uno se pregunta si efectivamente creemos de verdad que Cristo nos ha redimido con su vida y con su muerte en cruz, borrando toda herida y toda tara fruto del pecado. Así que parecemos una legión de gente triste, preocupada, angustiada, hasta desanimada porque “seguimos pecando”, por más que intentemos evitarlo. Y tal vez, pienso yo, lo que ocurre es que no creemos suficientemente en el valor redentor, universal y absoluto de la muerte redentora de Cristo. ¡Una verdadera blasfemia! ¡Una duda convertida en “metódica”, sin razón teológica ni espiritual alguna para ello! Como que hay gente, alguna gente, del clero por supuesto, que se empeña de un modo casi patológico en insistir en nuestros pecados, como si disfrutáramos metiendo el dedo en la herida de los pecados de los demás; o como si, (ahora pensando muy mal) fuera un sutil mecanismo para mantener a la gente en la órbita del grupo, para evitar “que se nos escapen”. O, tal vez, para intentar que la tan lamentablemente endeble praxis del sacramento de la Penitencia, terminara por entrar en estado terminal. El pecado existe, ¡vaya si existe! El sacramento del Perdón de Dios sigue siendo imprescindible en el cristiano. Pero la machacona insistencia, a veces con tintes patológicos, en ocasiones desproporcionada, de llevar el pecado en  nuestro ADN de modo irrevocable, pone en peligroso riesgo la fe en una “verdad” central de nuestra fe: ¡Que Cristo nos redimió de nuestros pecados! ¡Que somos hombres y mujeres “salvados”, es decir, liberados de toda atadura que nos impida ser felices! ¡Que la redención de Cristo en la cruz fue definitiva, universal, sin marcha atrás, sin medias tintas que requieran esfuerzos y penitencias interminables para los redimidos! ¡La sangre derramada por Cristo tiene un valor infinito, no “limpió” solamente el pecado de algunos, ni de todos, ni de muchos… redimió -simplemente, “ni más ni menos”- la humanidad caída, el Universo tocado del mal, el pecado en su misma raíz primordial! No creerlo así menoscaba, rebaja y limita el Misterio gratuito de Salvación de Dios a todo lo creado.