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RASTREANDO EL ODIO.- STALIN (6)

 

Iosiv Visarionovich Djugashvili –conocido como “Joseph Stalin”-, Georgia 1878-Kuntsevo, 5 marzo 1953). Joseph Stalin, ha sido, sin duda, uno de los grandes protagonistas de la historia del siglo XX. Durante casi 30 años dirigió con mano de hierro los destinos de la extinta Unión Soviética, la URSS, desaparecida en 1989. Su biografía está teñida de asesinatos, abusos de poder, injusticia, maldad y todo tipo de extorsión sobre su pueblo. Fue otro “genocida” con varios rasgos comunes a los de Adolf Hitler. Pero no sólo a éste, sino a otros dictadores, tan burdos y tóxicos como Mussolini. O incluso a otros líderes con poderes omnímodos y tiránicos, con patologías o desajustes psicológicos similares aunque no llegaran al paroxismo de odio y sangre, a la que llegaron el austríaco-alemán y el georgiano-soviético; tales como Francisco Franco y, en cierta medida, Fidel Castro.

Sería injusto caer en una especie de similitud absoluta entre éstos y otros personajes semejantes de la Historia de la humanidad. Aquí sólo nos interesa “rastrear el odio”, la génesis del odio en estos personajes, pero sin incurrir en un parangón absoluto. Sería absurdo, y sobre todo, históricamente injusto. Cada personaje tiene su propia biografía, y por supuesto, su propia responsabilidad histórica.

La infancia de Stalin fue tan dramática como la de Hitler. Un primer punto de acercamiento entrambos. Si Alois, el monstruoso padre de Hitler, está en los cimientos de la personalidad patológica del Führer, el padre de Stalin, llamado Visarion Djugashvili, no se le queda a la zaga. Visarion, apodado “el loco Besó”,  era un zapatero adicto al reputado vino georgiano. Se trataba de un alcohólico agresivo y violento, que “descargaba” su ira, o sus complejos, o sus insatisfacciones más íntimas, con su esposa y con su hijo Joseph cuando regresaba ebrio a casa. Stalin sufrió constantes palizas de su padre durante su infancia. Cuenta Simon Sebag Montefiore, autor del libro “Llamadme Stalin” y de “El joven Stalin”, que “las palizas llegaron tan lejos como para que un día el niño orinara sangre tras un golpe. En otra ocasión, el georgiano se defendió lanzando un cuchillo a su padre durante un episodio de maltrato a su madre”. Harta de tanta violencia, su madre Keke, mujer de extracción humilde y de familia cristiana ortodoxa, abandonó su casa y su marido y se marchó con su hijo a quien inscribió en la escuela eclesiástica ortodoxa del pueblo natal, Gori.

Stalin no fue un niño feliz, “toda su juventud arrastró no sólo el trauma de la violencia doméstica sino también un complejo de inferioridad causado por las marcas en la cara que le dejó la viruela, su andar defectuoso debido a un accidente (con un carro de caballos que le rompió un brazo) y los rumores que aseguraban que era hijo bastardo” (Sebag Montefiore). Padecía, además, una enfermedad de nacimiento, llamada sindactilia (fusión congénita de dos o más dedos entre sí) en su pie izquierdo, que le hizo cojear toda la vida. Si utilizáramos la teoría psicoanalítica freudiana, encontraríamos todo un acervo de huellas psicológicas condicionantes de una personalidad patológica: nuevamente, el complejo de Edipo, el “asesinato simbólico” de un padre cruel y despótico, el “amor inconsciente” hacia una madre víctima de la violencia de género pero que también propinaba castigos físicos a su hijo, añadiendo las secuelas físicas de un accidente que le dejó maltrecho de un brazo, de la enfermedad de la viruela que sufrió a los 7 años y  le marcó el rostro para toda la vida y un complejo de odio/culpa aderezado de un sentimiento de inferioridad física en plena juventud, que mediatizaría grandemente su sed desbordante de genitalidad durante toda su vida. Stalin apenas vio más a su padre ni se refirió a él (la famosa “vergüenza genética” y el ocultamiento posterior por parte de la mayoría de los “grandes odiadores”), que según testimonio de su hija Svetlana, murió en una pelea en una taberna antes de que estallara la Revolución bolchevique, tal vez en 1909.

“Soso”, como era apodado Stalin entre sus conocidos, vivió, además, una etapa enormemente violenta en su Georgia natal, participó en peleas callejeras entre niños y adolescentes cargadas de violencia física, insultos, y rechazos a un joven físicamente repulsivo para muchos. Narra  el autor inglés a quien antes nos referíamos, que en algún momento de su vida, Stalin reconoció que “había llorado mucho durante su terrible infancia”. Pero no se amilanaba, el joven Stalin repelía violentamente los agravios e injurias que recibía, y además, pronto se convirtió en un alumno aventajado del centro eclesiástico -especie de seminario- donde su madre le había matriculado. Llegó a ser “un gran recitador de himnos y salmos”. El joven Stalin consigue un traslado a un Centro religioso ortodoxo de mayor categoría académica en Tiflis, capital de Georgia, donde destacó, además, como “un exquisito poeta, cuyos versos fueron recogidos en antologías mucho antes de llegar a ser el amo y señor de la Unión Soviética”.

Se trata, pues, de una personalidad ambivalente, fraguada en el sufrimiento, el odio y las ofensas de sus compañeros; alguien con una gran inteligencia y astucia que arrostra con energía y fuerza -incluso física- los avatares que le tocó vivir de niño y de joven. Curiosamente, fue en este seminario donde conoció el marxismo en los libros revolucionarios que leía a escondidas. La furia, la ira, el odio sedimentado por la vida que le tocó vivir, hizo del joven Joseph -como en la mayoría de los “grandes odiadores” líderes de masas- una persona rebelde, agresiva, violenta, que rechazó la religión, y quizás la odió como elemento distorsionador y no integrador de su alma herida, convirtiéndolo en un ateo furibundo. Es curioso constatar, no obstante, cómo algunos de estos a quienes hemos llamado “grandes odiadores” han terminado haciendo “opciones religiosas” espurias  y erráticas: bien desde una aversión violenta a la religión en la que se educaron o bien, a la inversa, asumiendo el cristianismo como encubridor y justificador de hechos y actitudes personales que se “purificaban” o sublimaban desde una religión, ésta sí: opio del pueblo. Es el caso de Fidel Castro, educado en colegios de La Salle y de la Compañía de Jesús, en el primer aspecto; y de Francisco Franco, en el segundo, apuntalado y “utilizando” el catolicismo durante su estancia en el poder como fatuo justificante de una infancia desgraciada: el nacionalcatolicismo. (Las dictaduras de estas personalidades megalómanas nadan en un útero religioso, en rituales, frases, símbolos y rituales cristianos. Existe una cierta concomitancia en algunas  dictaduras -de izquierda o de derecha- con el “hecho religioso”, especialmente, con el catolicismo y el protestantismo, en los pueblos de tradición cristiana. Recordemos, por ejemplo, los inicios de la Revolución Sandinista en Nicaragua, o el catolicismo a ultranza de dictadores o caciques latinoamericanos en las últimas décadas. Pero éste es otro tema digno de un tratamiento aparte).

Así, Stalin: “Stalin salió (del seminario) convertido en un auténtico ateo, pero su posterior aplicación del comunismo en la URSS estuvo impregnada de una liturgia y devoción deudoras en buena medida del cristianismo”, señala el historiador inglés antes citado.

Esta pasión incontrolada por el ansia de poder unido a la violencia y la corrupción, la sexualidad de Stalin es tan brutal como su propia vida. Da la impresión de que quiere emular todo el odio que recibió de su padre. Después de un breve matrimonio con una joven sumisa y dócil con quien  tuvo un hijo, Jacobo, que concluyó con la muerte prematura de su esposa, Stalin contrae matrimonio con Nadia Aleluyeva, la secretaria de Lenin, una joven de sólo 16 años mientras Stalin tenía casi 40 años,  y  a quien utiliza para minar el poder de Lenin convirtiéndola en espía del mismo. Su matrimonio con Nadia es otra auténtica tragedia para la joven, en principio enamorada de Stalin. Con ella tiene dos hijos; la pequeña Svetlana, presente en la agonía y muerte de su padre, se rebela finalmente contra  él.

Dice de él J.J.Esparza: “Stalin era primario y elemental en materia de sexo, tosco y despótico en materia de afectos, su recorrido sentimental acabó lleno de sangre, como todo en su vida. Lenin era un materialista; quizá sentimental, pero sin el menor asomo de romanticismo ni de pasión. Mussolini era un amante volcánico; nada romántico, pero puramente pasional. Stalin no se parece ni al uno ni al otro: primario y elemental en materia de sexo, tosco y despótico en materia de afectos, su recorrido sentimental acabó lleno de sangre, como todo en su vida”. Otro “gran odiador”, cargado de venganza, con una infancia desgraciada, que necesita transferir y extender sus heridas personales infringiendo y extendiendo el odio a su pueblo. Si Hitler “padeció” una sexualidad meliflua y estéril, en Stalin encontramos una sexualidad radicalmente contraria. Pero, ambas, patológicas y dañinas.

La muerte de Nadia permanece en el más oscuro enigma. Murió de un disparo que, según algunos autores, fue ordenado por su propio marido, ya muy alejado afectiva y políticamente de su mujer. Para otros, Nadia puso fin a su vida amargada y hastiada por la brutalidad de Joseph Stalin, que durante veinte años después, continuó sus constantes purgas y fusilamientos indiscriminados hasta su muerte, posiblemente envenenado por Beria, su mano derecha durante años, en 1953. Un hombre megalómano, acomplejado, cruel y profundamente herido durante toda su vida.