Sin darnos cuenta hemos podido cambiar el altar por el chateo y el celular… la pandemia de las redes
(Josefina Castillo, aci. Experta en Acompañamiento Formativo. Bogotá). Imposible predecir qué va a pasar luego de ser controlado el coronavirus, todo depende de cómo estemos viviendo el presente y tomemos conciencia de las fortalezas y debilidades que nos presenta la realidad hoy, para discernir qué debemos potenciar y en qué tenemos que cambiar.
Este interrogante despierta en mí respuestas muy complejas, porque el coronavirus no nos ha afectado a todos de igual manera. El compromiso de aportar lo que somos y tenemos para salvar vidas, ha llevado a unos cuantos religiosos y religiosas a amar hasta el extremo, dando su vida al cuidado de los enfermos. Ha despertado en muchos institutos la creatividad apostólica, acompañando con vo-ces de aliento y esperanza a enfermos, ancianos, niños, jóvenes, a través de la pantalla y por medio del internet, whatsapp, vídeos, escritos, en fin, la tecnología virtual. Incluso a compartir por ese medio ratos de oración y la Liturgia de las Horas. Pero no podemos negar que también nos ha cogido por sorpresa el aislamiento obligatorio, para evitar contagiar y contagiarnos y, es posible que algunos hayamos entrado en una especie de invernadero peligroso, basado en el miedo que nos bloquea.
Entonces, creo que el futuro de la vida religiosa va a depender de lo que aprendamos de esta situación para responder asertivamente a la misión evangelizadora, en un futuro próximo.
El papa Francisco decía en una alocución que nos guste o no, nuestro pensamiento está estructurado alrededor de la economía. No excluye a la vida religiosa y ese es un asunto a discernir. Los carismas nacieron como respuesta a las necesidades de un pueblo y la misión propia de cada institución responde a su carisma. Pero la misión va de la mano con lo económico (nos guste o no). Estamos viviendo un momento muy difícil, donde posiblemente todos quedamos afectados económicamente. Vamos a tener problemas fuertes que nos obligarán a cambiar el modo como llevamos las obras apostólicas para que les lleguen a todos y crear estrategias para que podamos darles continuidad. ¿Cómo hacer para que no sea lo material lo que nos mueva, sino el servicio a quienes más lo necesiten? Tenemos que reconocer que hemos aspirado a tener los mejores Centros Educativos, Hospitales, Casas de Retiro, Centros de difusión del Evangelio. Casas de formación, Universidades. Hoy tenemos que repensar si la búsqueda de la “excelencia” no nos ha desviado, a veces, del modo de proceder de Jesús: desde la humildad y el servicio a los empobrecidos.
Posiblemente los Institutos que han podido tener unas reservas para el futuro van a donar parte de ellas a comunidades insertas que no tienen cómo subsistir. Dentro de las mismas instituciones hay comunidades pudientes y otras dependientes económicamente. Aunque ya existe este compartir generoso, es necesario crear las estructuras necesarias para que todo siga funcionando después del coronavirus y no se quede en algo coyuntural.
Los carismas han sido, en algunos casos, barreras que nos han llevado a vivir cada Instituto como un gueto. Esta pandemia, que ha puesto al descubierto la fragilidad del ser humano, cuando un ser microscópico ha puesto de rodillas a una sociedad tecnológicamente todopoderosa, nos tiene que llevar a la reflexión de que en la vida religiosa no hay carismas superiores o inferiores, ni misión evangelizadora una mejor que otra, porque cada Instituto responde a una necesidad del pueblo de Dios, según los distintos carismas y todos somos Iglesia. Curiosamente, el mundo ha experimentado la necesidad de superar diferencias políticas, religiosas, culturales, sociales, porque solo la unión puede hacerle frente al coronavirus. La sociedad nos está dando una gran lección: o nos interconectamos todas y todos o no somos Iglesia para el mundo. Posiblemente, cuando pase la pandemia, vamos a salir fortalecidos en el sentido de cuerpo.
El papa Francisco no para de hablar de una Iglesia abierta, en salida, en comunión. Es otro punto de reflexión y discernimiento. En esta nueva manera de ser Iglesia, la vida religiosa, que es el estamento eclesial más comprometido con los pobres, tiene que ser una Iglesia que siente el dolor del que sufre, del enfermo, del excluido. La pandemia del ébola, en Sierra Leona, fue terrible. Apenas si la sentimos los que vivimos fuera del continente africano. Hoy el coronavirus nos afecta a todos. Nos debe cuestionar por qué somos menos sensibles al dolor del hermano que vive lejos, que tiene otro color de piel, otra cultura, otra religión. “En una sociedad del enfrentamiento, de difícil convivencia entre las distintas culturas, de la prepotencia con los débiles, de las desigualdades, estamos llamados a ofrecer un modelo concreto de comunidad, que a través del reconocimiento de la dignidad de cada persona y de compartir el don que cada uno lleva consigo, permite vivir las relaciones fraternas” (Carta a los Consagrados, con ocasión del año de la Vida Consagrada IX, 2014).
La vida religiosa no ha aprovechado suficientemente la tecnología de la comunicación, que nos llevaría a los rincones más alejados de nuestra misión, por ejemplo para la preparación de los sacramentos, la formación bíblica de los laicos, la reflexión cristiana sobre debates públicos con visiones materialistas y parcializadas, programas sobre la salud y en fin, todo lo concerniente a la misión evangelizadora. Estamos comprobando la in-fluencia del Papa en estos momentos de dolor, a través de la TV, con una audiencia inmensamente superior a la que se tenía en el Vaticano o la Plaza de San Pedro. Se metió en nuestras casas. La llamada de la Iglesia es a ponernos al día para evangelizar un mundo que funciona desde la tecnología.
Otro punto que nos llama a la reflexión: hoy estamos experimentando la falta de formación en nuestras comunidades para responder a los desafíos de la realidad en momentos de catástrofe. Aprendimos desde el noviciado que Jesús llamó a sus discípulos a estar con Él y luego los envió a anunciar la buena noticia y así entendimos la llamada. Pero la agitación de la vida moderna y quizá la actitud emocional de evangelizar un poco incoherente, nos fue llevando, a vivir más el aspecto sociológico de la evangelización olvidándonos de “estar con Él” cuando estamos con los empobrecidos. Sin darnos cuentas fuimos cambiando el altar por el celular, el chateo, la pandemia de las “redes”. Toda una tecnología buena cuando la usamos en su justa medida. La experiencia de soledad y aislamiento nos está enseñando que podemos ser muy eficaces sin descuidar nuestro proyecto de vida. Pero es necesario actualizar estos aspectos en la formación inicial de los Institutos.
The National Catholic Reporter hizo una encuesta a 24 teólogos, directores de centros sociales, organizaciones benéficas y ministros eclesiales sobre cómo nos afectarán los cambios producidos por la pandemia, una vez haya pasado la amenaza del coronavirus.
Para muchos el punto álgido, ya expresado varias veces por el Papa en sus últimas exhortaciones, es la interdependencia de todos con todo, nuestra cultura, nuestra economía, la naturaleza, el hombre, todo está interconectado y somos interdependientes. Lo estamos comprobando en esta pandemia, contagiados de norte a sur y de oriente a occidente. Y todos tenemos una responsabilidad común hacia el futuro. Es una llamada a reflexionar sobre nuestro estilo de vida, antes y después que se haya controlado la pandemia. A encontrarle nuevo sentido a la vida ante la impotencia del ser humano, incluso en los países más poderosos, a darle a cada cosa el propio valor y no sobrevalorar el tener, el poder y el placer como fuentes de felicidad. Un estilo de evangelización aprovechando las tecnologías.
Otro punto a discernir: las relaciones con las personas que no forman parte de nuestro círculo familiar, de trabajo, de comunidad, las cuales hoy se han convertido en una amenaza, portadores del “veneno” y tratamos con miedo, o mirando para otro lado. Tendrán que ser relaciones humanas, cordiales, respetuosas. Las nuevas relaciones tienen que ser un canto a la vida, un reconocer al resucitado en todas y todos, en lo cotidiano, en la realidad, sin quedarse en conceptos muy evangélicos, pero que no bajan de la cabeza al corazón.
La llamada es a dar nuevo significado a las relaciones con ese “alguien”, mi hermano, que vive en la calle, que no tiene seguros para la salud, sin oportunidades para el estudio, que no recibe el salario justo, que no tiene cómo pagar un alquiler. Nada nuevo, sino de otra manera. No es solo una misión sociológica, es vivir el Evangelio. Vivirlo, no solo pensarlo.
Otra llamada a discernir es nuestra relación con el universo, una llamada ecológica, pues la naturaleza nos reclama cuando la herimos de muerte, como ocurre hoy con la minería ilegal, el fracking para obtener petróleo más rápido, la destrucción de los bosques para comercializar la madera. La vida religiosa tiene la posibilidad de inculcar en la juventud la responsabilidad de cuidar la naturaleza con pequeñas acciones cotidianas (LS 211) como el consumo del agua, el orden y aseo en el hogar y el colegio, el uso del papel, el no desperdicio de la comida, el compartir con los que no tienen, en fin, los grandes hábitos empiezan por lo pequeño. Aunque parezca insólito, tenemos que empezar por inculcar estos hábitos en nuestras comunidades, donde hablamos de justicia, de ecología integral y, a veces, se nos escapa lo más elemental, cuidar del hermano cuidando la vida.
Hablando de comunidad, este encierro en el que nos estamos viendo las mismas caras y aparecen las diferencias, las tensiones y, al mismo tiempo la creatividad para compartir espacios de oración, de recreación, de solidaridad y diálogo entre las hermanas y hermanos, es una oportunidad para consolidar la comunión y comprobar que un nuevo modo de comunidad es posible, y que tal como somos, con defectos y cualidades, estamos llamados a ser signos creíbles de comunión, a ser profetas de esperanza.
Finalmente creo que uno de los beneficios que nos ha traído la pandemia y que redundará en el futuro es nuestra vida espiritual. Nos ha hecho reconocer nuestras debilidades, lo absurdo de nuestras incoherencias, lo negativo de nuestra autosuficiencia, pero también estamos experimentando una vuelta al Dios de la vida (aunque la sociedad con miedo acude al dios de los paganos, el dios milagrero, el dios mágico que se vende por sacrificios y oraciones) y reconocer que el Espíritu de Jesús es quien nos fortalece y anima a poner nuestra confianza en un Padre que nos ama y para quien “nada es imposible” (Lc 3,37), a vivir este presente con pasión y abrazar el futuro con esperanza. Vamos a ver esta crisis como oportunidad para salir de la hipocresía, del ritmo acelerado de consumo y producción, humanizarnos y sentirnos todos hermanos. No es poco lo que tenemos que cambiar y agradecer.