De la codicia al confinamiento, dos lecciones para dos crisis
(Isidoro Mª Anguita, Santa María de Huerta. Soria). Dicen que un sabio había perdido la llave de su casa y se puso a buscarla alrededor de la misma. Poco después llegan algunos de sus discípulos y le preguntan qué hace. Tras recibir su explicación se ofrecen a ayudarlo en la búsqueda. Después de un buen rato buscando detenidamente por el jardín a la luz de un sol radiante, uno de sus discípulos más avispados le pregunta: “Maestro, ¿recuerdas por dónde perdiste la llave?”. A lo que responde sin inmutarse: “Sí, dentro de casa”. “Entonces ¿por qué estamos buscando fuera”, le contesta el discípulo. Y le dice el maestro, “por qué aquí fuera hay más luz”.
¡Cuántas veces vivimos en ese absurdo prefiriendo los focos a la verdad! La crisis que tuvimos que pasar a partir de 2008 fue la crisis de la codicia. Una crisis producida por nuestro afán de tener. El crecimiento económico iba viento en popa sin que pareciera tener fin, por lo que nos endeudábamos con una facilidad pasmosa y la corrupción no encontraba obstáculos. Hicimos del dinero nuestro dios y las consecuencias fueron terribles, saliendo a la luz lo peor de nosotros. Intentamos apuntalar ese dios confortable que se venía abajo y acrecentamos un mayor sufrimiento, pues con la necesidad de rescatar entidades financieras para que no se volviesen insolventes y trajeran el caos, se olvidó a muchos que quedaron en la calle y sin protección, con no pocas heridas personales y familiares.
La crisis que ahora vivimos es muy diferente. Es algo que nos ha venido de golpe sin que haya habido un pecado aparente por nuestra parte y los bancos no amenazan quiebra. Se intenta actuar lo mejor posible, quedando de manifiesto nuestras limitaciones a la hora de tomar decisiones, así como nuestra fragilidad al pensar que estábamos bien protegidos y constatar que no es así. Quizá también se hayan manifestado ciertas actitudes egoístas que buscaban proteger primero lo propio. Pero a pesar de ello y de la incredulidad inicial ante lo que se nos venía encima, ha surgido una fuerte ola de solidaridad, revitalizando el sentido de unidad frente a un peligro común, que las visiones políticas partidistas pudieran resquebrajar convencidos de sus quejas razonables. Todos reconocemos el trabajo heroico de tantos sanitarios al estar poniendo en riesgo sus vidas. Y hay una conjura mayoritaria de luchar contra la pandemia aceptando recluirse en sus casas, lo que no es nada fácil al surgir tensiones familiares y tener que confrontarse consigo mismo en la soledad de un espacio reducido, llenos de preocupaciones ante un futuro incierto.
Y en medio de todo esto surge también una oportunidad: buscar la llave de nuestra casa allí donde verdaderamente se encuentra, dentro de casa. Como nos atrae más la luz, nos costaba entrar dentro. En esta crisis, y quizás en las que vengan, se nos da la oportunidad, entre otras muchas cosas, de entrar y permanecer dentro de nuestra casa familiar y personal. El espacio físico compartido es una sala de pruebas. Allí brotan en nosotros sentimientos, emociones y situaciones que desconocíamos o las creíamos superadas. Echaremos la culpa a los otros, pero, como no podemos huir, más nos vale entrar en nuestra casa interior y descubrir qué se está cociendo en ella para que brote dentro de mí lo que me está brotando, sin poder salir a distraerme en el jardín. Es una ocasión que nos permite conocernos mejor, también a los religiosos, y cambiar nuestra valoración del tiempo como oportunidad para hacer cosas. El confinamiento nos ha permitido percibir mejor la invitación a descubrir lo que somos y serlo.
No sabemos lo que nos deparará el futuro, pero parece ser duro por el mucho daño que está provocando en la economía, la estructura empresarial, y la incertidumbre sanitaria al no sentirnos protegidos. Sin embargo, toda la historia humana es una historia de salvación, la hora de Dios que nos invita a vivirlo todo desde la esperanza. Una esperanza que no se conforme con tratar de recuperar la seguridad material y sanitaria que añoramos. Una esperanza que nos enseñe a vivir todo esto como una oportunidad para sacar lo mejor de nosotros mismos y humanizarnos un poco más.
Nuestro mundo ha sufrido grandes impactos y transformaciones a lo largo de la historia. Los acontecimientos que estamos viviendo son de un calado tan profundo que todavía no podemos darnos cuenta de sus consecuencias por lo reciente y abrupto que está siendo todo y que puede llevar a un importante cambio en nuestra forma de relacionarnos y de vivir. Basta con intuir lo que sucederá a nivel laboral. Si en la crisis anterior aumentó mucho el paro a lo largo de varios años, ahora todo se ha desplomado de golpe y no habrá suficientes reservas, por lo que solo saldremos de ésta compartiendo nuestros bienes, lo que nos ayudará a vivir menos centrados en nosotros mismos y más preocupados por lo de todos. Constatar nuestra fragilidad de este modo no es algo que se pueda comprender fácilmente, necesitamos tiempo.
Nuestro primer impulso es volver a dejar los muebles en su sitio tras el temblor de tierra, pero es posible que muchos muebles ya no los podamos dejar ahí porque se hayan roto. Quizá pensemos entonces en fabricar otro tipo de muebles más sólidos previendo un futuro temblor, y nos demos cuenta de que no tenemos el poder adquisitivo para adquirirlos. Veremos también cómo nuestras relaciones humanas cambian en algo tan inmediato y sencillo como tomar distancia física entre nosotros, pues, aunque se encuentre una vacuna, ya estamos avisados ante réplicas casi seguras. Podemos obsesionarnos con construir fortalezas que pensemos son indestructibles, podemos vivir en un estado de alerta y desconfianza, podemos encapsularnos en un individualismo mayor, o podemos abrir caminos nuevos y más positivos de relación entre nosotros y con la naturaleza. Todo va a depender mucho de nosotros mismos, pues el temblor desestabiliza e induce al cambio, pero solo nosotros decidimos qué camino tomar y qué cambio realizar.
Es ilusorio pensar que el Estado va a ser el padre protector que hace billetes de dinero sin parar para resolver nuestros problemas y darnos todo lo que creemos que necesitamos. No tardaremos en darnos cuenta de que eso no es así. Que el dinero puede perder su valor. Quizá ese sea uno de los muebles que, al intentar dejar de nuevo en su sitio, nos demos cuenta de que ha quedado inservible. Los judíos antes del destierro pensaban que no les pasaría nada porque estaba con ellos el templo del Señor…, y a Babilonia marcharon siendo destruido ese templo supuestamente indestructible al residir allí su Dios. La Iglesia pensaba que mantendría su fuerza y privilegios porque es el cuerpo místico de Cristo, y ya vemos cómo nos encontramos y el pus que ha salido de dentro. Nada hay seguro y nada es perdurable…
Personalmente soy algo escéptico, pues tiendo a pensar aquello de “el perro vuelve a su vómito y la cerda recién lavada se revuelca en el fango” (2 Pe 2, 22). Hay un mecanismo en el ser humano que le lleva a olvidar los momentos atroces -algo necesario para poder subsistir-, y repetir los mismos errores -algo propio de nuestra necedad que solo vive en la inmediatez-. Lo importante es que no podemos vivir con el miedo en el cuerpo construyendo muros infinitos contra peligros desconocidos. Aprendamos de los errores, consolidemos preventivamente nuestras defensas, pero, sobre todo, sigamos mirando al futuro con esperanza, creyendo en el ser humano, que no puede ser la obra fallida de la creación. La esperanza y el deseo son los que hacen brotar nueva vida. Eso sí, aceptando que somos menos y más pobres, aceptando que somos frágiles y no lo tenemos todo bajo control. La humildad nos puede abrir las puertas que la soberbia nos cierra. La solidaridad hará llevadero el sufrimiento que siempre va a haber, mientras que el egoísmo lo acrecienta. Y la confianza es un don que reciben los que se saben hijos de Dios, un Dios Padre bondadoso que nos sostiene en los momentos difíciles sin privarnos del esfuerzo ni de las lágrimas, y no un dios fetiche que utilizamos para que la suerte nos sonría.
Una oportunidad para ser más humanos y sensibles al sufrimiento de los demás valorando lo realmente importante. Escuché que un hombre muy rico se infectó del coronavirus y murió en un hospital ahogándose y en soledad. Su hija decía que teniendo tanto dinero murió pidiendo lo que se nos da gratis: el aire, sin acordarse de las riquezas que dejó en casa. Y, además, siendo poderoso y aclamado por muchos, seguro que echó de menos lo que también recibimos gratis: la compañía de un ser querido.
Estamos ante una oportunidad que podemos perder o ganar. Oportunidad de ser más humanos y solidarios, pues si el edificio se tambalea afecta a todos los que viven en él.
Todo lo que puede enseñar esta crisis a la humanidad nos lo enseña también a la vida consagrada. Yo lo centraría fundamentalmente en tres puntos:
Buscar nuestra llave donde se encuentra, en nuestra propia casa. Solo la soledad y el silencio orante nos la mostrarán. ¡Ay de nosotros si solo buscamos donde hay más luz!
Revitalizar la vida comunitaria que nos hace más humanos. Ella nos muestra lo que somos y nos reta a superarnos para conocer el amor. ¡Ay de nosotros si nos apartamos para no ser molestados!
Compartir lo que somos y lo que tenemos, lo que nos hará más libres y solidarios. Romper con la engañosa idea de considerar virtud el conservar un patrimonio material que creció según crecían los Institutos para su labor social o apostólica. Si nosotros decrecemos, ¿para qué lo queremos? Toda gran mentira se sustenta en una pequeña verdad. Mantengamos lo verdaderamente útil y compartamos lo demás, pues la tentación de no hacerlo para asegurarnos un futuro incierto es muy real. Tiempo vamos a tener para aprender esta lección.