Participar y pertenecer
En la vida solemos participar en muchos acontecimientos. Es verdad que esto exige cierta disposición y hasta implicación. Nuestro tiempo, sin embargo, se significa por las participaciones coyunturales o epidérmicas.
Entre nosotros se multiplican las convocatorias buscando suscitar la pertenencia. El encuentro con sus diálogos y los movimientos que interiormente nos provoca puede, es verdad, liberar aquellos nudos que nos encierran en nuestras percepciones o soledades. Comprobamos, no obstante, que no es fácil y que, encontrarnos, sin más, no es siempre signo de sinergia.
Constatamos que se está haciendo un esfuerzo importante en los gobiernos de la vida consagrada para llegar a la sana pertenencia. De una buena vez nos convendría aceptar que los tiempos son plurales, como los itinerarios personales en ellos desarrollados. Aceptar no significa suscribir, pero sí escuchar. Creemos que la escucha atenta a cada persona y a sus «visiones» de las cosas, nos puede dar noticia real de aquello que verdaderamente nos convoca y suma.
No confundimos pertenencia con la aceptación ciega de todo y, mucho menos, con el silencio pasivo ante todo. Entendemos la pertenencia como la forma de ser y dejarnos hacer por lo más original de nuestra vocación que es la comunidad. Si cada consagrado recibe la pregunta –en el ámbito adecuado– de qué significa para él o ella pertenecer, qué consecuencias tiene, qué libertad experimenta o qué peso no le deja caminar… Si además puede compartir sus respuestas, puede escuchar a otros hermanos y hermanas de camino. Si se siente aceptado y percibe como su intento es valioso, porque es valorado, descubre vivencialmente que pertenece.
Las adhesiones necesitan corazón. Se expresan latiendo. Viven los acontecimientos importantes y solemnes; los graves y últimos, pero también los compromisos diarios, los sencillos. Aquellos donde tejemos la mayor parte de nuestras jornadas. Da la sensación de que necesitamos dosis abundantes de fármacos que ayuden a revivir la cordialidad de la vocación; la empatía de la normalidad; la acogida de personas enamoradas que es la definición de la consagración.
Tenemos más recursos de aquellos que habitualmente reconocemos. La vida de las instituciones es mucho más rica que sus cuadros organizativos o los documentos que emanan. Son sus personas. Todas las personas que necesitan recordar que tienen corazón y que su corazón cuenta porque sin él no laten las comunidades. Hay muchos corazones con heridas de vida pero sanos; algunos se han congelado en la soledad; otros han enmudecido viendo pasar los acontecimientos desde una barrera de protección; están los que han podido encogerse, solo tienen pequeños latidos con la parcelita de «su cuerda»; aquellos que necesitan muchos aparatos para sentir que existen, están funcionando pero no es tan seguro que vivan. Hay corazones disimulados y escépticos porque ya han vivido intentos de reanimación fallidos. Hay corazones que confían más en sus propios remedios o dineros que en dejarse querer… Hay muchas necesidades en los corazones de los consagrados. Sin embargo hay un común denominador, todos en un momento dado iniciaron una aventura de inmensidad. Vinieron para amar, para ensanchar, para ser el corazón de Dios que acaricia esta humanidad. Proponernos recuperar cada latido y es una tarea lenta. Un proceso que se inicia y no sabemos dónde nos va a llevar. Pero también es la manera de suscitar una real pertenencia. Aquella que se convierte en fuerza de misión y fraternidad, para poder significar.
Nos parece que es un buen momento para desandar caminos e intentarlo. Recordar, una vez más, que no somos los solucionadores de los males del mundo, pero somos la presencia cordial al lado de quienes lo intentan. Nuestras palabras y gestos; nuestras iniciativas y propuestas necesitan latir desde lo mismo y por lo mismo. Es tan directo y claro como volver a nuestras instituciones para no encontrar en ellas costumbres o relaciones viciadas, sino para encontrar hermanos y hermanas.