VR EN CAMINO HACIA EL SÍNODO SOBRE LOS JÓVENES Y LA VOCACIÓN

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«¡RIEGA LA TIERRA EN SEQUÍA!» ¿BLOQUEO VOCACIONAL?

«Toda metamorfosis es lenta, desesperadamente lenta, salvo para el que solo está a la espera del final, porque ya lo conoce y le basta con comprobar que las cosas cumplen los ciclos de su naturaleza propia… Ocurre algo parecido a esa experiencia infantil que todos hemos tenido. Una mañana te levantas, alzas la caja de cartón en que entre hojas de morera se deslizaban ayer unos indolentes gusanos de seda y contemplas, admirado, que el vermículo se ha convertido en mariposa, y de estar fijado al suelo ha pasado a hacerse presente en cualquier lugar»1.

También hay metamorfosis de la vida religiosa. Es lenta, a veces desesperadamente lenta. Poco a poco vamos cambiando de forma. Se trata de un reajuste casi total. Esperamos ese momento de gracia, momento sorprendente, en que, todos nuestros gusanos de seda se conviertan en mariposas y comencemos un nuevo ciclo, otra historia.

Mientras esto sucede, nos están llegando algunos candidatos que nos piden ingresar en nuestras congregaciones. El momento no es muy propicio. Nos surge el temor de si serán capaces de resistir juntamente con nosotros esos cambios que nos convulsionan interiormente. Percibimos que tienen clara vocación de “mariposas”, pero por de pronto, solo podemos ofrecerles una caja de cartón, unas hojas de morera por donde deslizarse y una condición de vida: ser por ahora gusanitos de seda. ¡Volar! ¡Por ahora no es posible! Llegará el día… La metamorfosis es lenta, desesperadamente lenta.

Tiempos de sequía

Son pocos y pocas quienes piden integrarse en nuestras congregaciones. Acostumbrados a noviciados numerosos en el pasado, nos alarmamos al verlos ahora casi vacíos o tener, incluso, que cerrarlos durante algún tiempo o, “re-organizarlos” –que significa ubicar en algún lugar los pocos candidatos procedentes de una amplísima zona–. Hay quienes califican esta situación como “sequía vocacional”.

La metáfora

Se emplea la metáfora de la lluvia para indicar que en otro tiempo “nos llovían” las vocaciones. De un tiempo a esta parte, la lluvia es rara, infrecuente. Nos es persistentemente negada. Nuestros líderes, lógicamente preocupados, junto con hermanas y hermanos más sensibles a esta situación, nos piden poner nuestros esfuerzos en ello e incluso se organizan rogativas.

Estamos autorizados para invocar al Espíritu Santo y suplicarle con una cierta osadía: «¡Riega la tierra en sequía!». ¿Valdría esta oración para que se solucione la persistente y cada vez más amplia sequía vocacional de nuestros institutos? ¿Sería una invocación adecuada para la preparación del próximo Sínodo de Obispos sobre la Juventud? ¿Deberá ser este artículo una reflexión sobre la oración al Espíritu para que envíe numerosas vocaciones a nuestros institutos?

Y yo mismo me respondo: ¡No! Si me dejo mover por un pensamiento creativo, simbólico, abierto a la complejidad, estimulante, lo que yo debo hacer es conjugar los diversos elementos simbólicos de esta plegaria al Espíritu: tierra, sed, sequía y agua. Lo que debo hacer es lanzar estos símbolos para entender esa realidad misteriosa que nos envuelve: la complicidad entre el Espíritu de Dios y el ser humano y los grupos humanos, pero también, a veces, la falta de sintonía que “tanto entristece” a ese poderosamente débil y débilmente poderoso Espíritu de Dios. Por eso, me pregunto más bien:

– ¿Hay tierra seca en nuestras congregaciones?

– ¿Somos nosotros, –¡soy yo! –, tierra reseca, agostada, sin agua?

– ¿Hay tierra seca en los jóvenes de nuestro tiempo, europeos, americanos, asiáticos…?

– ¿Dónde está el agua? ¿qué agua? ¿de río, de lluvia, de fuente, de lago?

– ¿Qué es lo que más riego necesita dentro de nuestras congregaciones?

– ¿Qué es lo que debe ser regado en el corazón de los jóvenes bautizados y confirmados? ¿Cómo es posible que la confirmación del Bautismo de lugar a una sorprendente sequía?

– ¿La sequía es cultural, es ambiental o es singular, solo propia de algunos grupos, de algunos territorios?

¿Una sana despreocupación?

Que haya un número mayor o menor de nuevos candidatos, aparece en este contexto, como una cuestión menor, como una consecuencia. Creo que a ello se debe una cierta y sana despreocupación –que advierto en las congregaciones u órdenes más consolidadas– por los nuevos candidatos.  Los grupos más fundamentalistas, en cambio, se han tomado siempre muy a pecho el reclutamiento de nuevos candidatos. Jesús lo apreció en el proselitismo judío. De él es aquella advertencia que deberíamos tener siempre presente: «Recorréis mar y tierra para hacer un prosélito, y cuando llega a serlo, le hacéis hijo de condenación, el doble que vosotros» (Mt 23,15).

Creo que no somos así la mayoría de los consagrados. Ponemos empeño en que los procesos vocacionales sean lúcidos, libres, abiertos y no el resultado de un marketing deslumbrador. Porque bien sabemos, que después no es fácil resistir las pruebas de la sucesión formativa “postulantado, noviciado y juniorado”.

Esa sana despreocupación a la que me he referido se basa en algunos argumentos que tienen su peso:

– La vocación depende de Dios y nosotros no debemos suplantarlo.

– El proyecto de vida de nuestras congregaciones –en cuanto tales– no es absolutamente necesario para la existencia del mundo y de la Iglesia; no hemos recibido una promesa de perennidad; si desaparecemos, ¡no pasa nada! Lo importante es morir como se debe: ¡carismáticamente! La vida consagrada continuará bajo otras formas.

– La vida consagrada, tal como la vivimos en nuestros institutos, no es tan valiosa como se dice; hemos sobrevalorado nuestra forma de vida. ¡No es –ni mucho menos– oro todo lo que reluce! Nuestra forma de vida está habitada por “deformidades”.

– No merece la pena hacer de la pastoral vocacional una prioridad; nuestra prioridad es la misión, servir, entregarnos, anunciar el Evangelio: lo demás “se nos dará por añadidura”.

Aunque todo esto sea cierto, sin embargo, no es bueno tanta frialdad. Hemos sido agraciados con una vocación apasionante. Merece la pena poner la luz sobre el candelero, y echar la red, y extender la mano y dar voz a Jesús y decir apasionadamente al Espíritu: «¡Riega la tierra en sequía!».

La situación vocacional: ¿tierra en sequía? o ¿tierra sedienta?

¿Por qué “sequía o sed”?

Me resisto a creer que aquello que predomina entre nosotros, en nuestra tierra, en nuestras congregaciones, sea la sequía. No estamos secos. No somos tierra seca, agostada, sin agua. Conozco a muchas religiosas y religiosos de diferentes congregaciones, órdenes, edades, naciones y continentes. No veo en ellas y en ellos el rostro de una tierra en sequía. No estamos secos, ni como personas, ni como grupos. Somos grupos fundamentalmente felices. Nos hace felices aquello que hacemos y aquello que somos.

En no pocos momentos salta en nosotros la chispa de lo extraordinario, en medio de lo ordinario, pensad en el martirio, por ejemplo. Se nota que cambiamos, que crecemos; también que envejecemos como el buen vino. Hay mucha gente entre nosotros que mejora con el paso del tiempo. Hay humedad. Humus en nuestra tierra. Y también hay humildad. La humildad es húmeda. No hay humildad seca. Por eso, nos atrae cada vez más lo pequeño. No pretendemos cosas que exceden nuestra capacidad. La opción por los pobres, la pasión por la inculturación, la inserción en los medios populares, la superación de los dualismos en la espiritualidad y en la vida, y tantas otras cosas, no nos han secado. No somos tierra seca.

Lo que sí aprecio entre nosotros es una sed creciente. Somos comunidades de sedientos. Tenemos sed. Hay un agua viva que no nos podemos procurar. Nos tiene que ser dada. Necesitamos que un agua viva, una lluvia de Dios se derrame sobre nosotros. Necesitamos que alguien nos dé de beber. «Dame de beber» «Tengo sed». También Jesús sintió esa ansia. Cada uno de nosotros bien sabe de qué está sediento.

Creo que nuestro tiempo es tiempo de sed, pero una sed nueva. No estamos sedientos de nuevas vocaciones. No estamos sedientos de ser más para tener más prestigio social, ni para tener mano de obra sin necesidad de contratos laborales, ni sueldos, ni seguridades sociales. No estamos sedientos de nuevas vocaciones para satisfacer nuestro secreto deseo de hijos o hijas, nuestro deseo de convivir con cuerpos jóvenes. No estamos sedientos de nuevas vocaciones para presumir ante los demás de nuestra capacidad de seducción.

Nuestra sed, es más, mucho más profunda. Estamos sedientos de sentido. El libro del sentido, el libro sellado con los siete sellos, que nadie es capaz de abrir y como nadie lo puede abrir nos ponemos tristes como el profeta apocalíptico. La vida es fugaz. Van pasando las oportunidades de realizar nuestros sueños. Nos vemos con tantos obstáculos para realizar una pequeña idea, que al final, la cuestión que nos planteamos es: “si merece la pena vivir”, “si merece la pena entrar en una congregación para estos resultados”, “si merece la pena estar en la Iglesia”. Sí, estamos sedientos de sentido, sedientos de amor, sedientos de trascendencia.

Ante todo, ¡dignificar las nuevas vocaciones!

Permitidme que de nuevo me pregunte: ¿sequía vocacional? Y mi respuesta es que basta una sola persona que postule su incorporación a nuestra comunidad, para decir que no hay tal. ¿Es que había sequía en el hogar de Zacarías e Isabel cuando ella quedó encinta y concibió un hijo a quien llamaron Juan –“Ya-hanna: ¿Dios hace gracia”–? ¿Es que había sequía en la casa de Nazaret cuando María concibió a su hijo único? No percibo tal sequía, cuando los lunes y martes por la tarde, veo en la Escuela “Regina Apostolorum” las novicias y novicios de primer curso. Descubro que ellas y ellos son lluvia, agua fresca, –y quién sabe si riada y vendaval– para nuestras congregaciones. Aunque a veces parezca que, debido a la presencia de nuestros jóvenes en las comunidades, hace “mal tiempo”, es porque se acercan las lluvias o los vendavales purificadores.

No solo hay que pedir por las nuevas vocaciones. Hay que agradecer muchísimo aquellas que nos son enviadas. Una nueva vocación es una semilla de vida, es agua que puede hacer reverdecer todo, es gracia de refundación.

Pero las nuevas vocaciones también se merecen. No son procesos automáticos que solo dependen de Dios. El agua del Espíritu es sabia y cuenta con los caudales y las capacidades de la tierra. Esto me evoca una pregunta que hace Nietzsche en el discurso n. 20 de la primera parte de su obra Así hablaba Zarathustra: «Tengo que hacerte, hermano mío, a tí solo una pregunta. Te lanzo esta pregunta como un plomo en tu alma, pues sé lo profunda que es. Eres joven y desearías tener un niño y estar casado. Pero te pregunto: ¿eres un hombre digno de tener un hijo?».

La re-traducción sería: “Tengo que hacerte, hermana mía congregación o comunidad, a ti sola, una pregunta. Te lanzo esta pregunta como un plomo en tu alma, pues sé lo profunda que es. Desearías tener un joven novicio o una joven novicia, pero te pregunto: “¿eres digna?”. Se puede aceptar o mantener novicios de forma irresponsable, muy irresponsable. ¿No es bueno un cierto control de natalidad?

Mirar y ad-mirar el conjunto

Un instituto religioso no es todo en la Iglesia. Igual que apareció puede desaparecer. Pero la comunidad de Jesús, guiada por el Espíritu, seguirá hacia delante. Nuestra atención no debe fijarse obsesivamente en nuestra supervivencia. Es más justo y honesto buscar el crecimiento de todo el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Debemos disfrutar con el crecimiento de todo el cuerpo y no estar únicamente pendientes del crecimiento de un miembro.

En la Iglesia actual no hay sequía vocacional. Gracias a Dios, ya no somos la única alternativa, el único camino de compromiso, de evangelio. Gracias a Dios, hay cada vez más caminos. Los movimientos, las comunidades de base, los grupos laicales, están sumiendo el caudal que hasta no hace mucho desembocaba en la vida religiosa. Las vocaciones se distribuyen ahora muchísimo mejor. Se presentan más opciones. La distribución es mucho más equilibrada y será más fecunda a la larga. Hay sequías que son un regalo para el conjunto. La Iglesia, en sus formas de vida, se está re-equilibrando.

La queja por la sequía vocacional puede ser un síntoma de la división interna dentro de un instituto. Mientras las vocaciones crecen y se multiplican en otros países, se toma como baremos de crecimiento o decrecimiento lo que sucede en Europa. Un cierto racismo vocacional puede aquejarnos, cuando no somos conscientes de formar un nosotros pluricultural, pluri-racial, y no afirmamos contundentemente que la herencia carismática no pertenece más a una nación que a otra.

¿Zona catastrófica?

También debemos admitir que en el espacio de nuestras congregaciones se encuentran también zonas, que bien podrían ser declaradas como “catastróficas”. Sí, zonas de sequía, en las que nada se produce. Sólo se da la costumbre, la obsesiva repetición de lo mismo, la obesidad diabólica como reproducción cancerosa de lo mismo.

Estas zonas catastróficas –dentro de la vida religiosa– no se caracterizan por sus pecados positivos, ni siquiera por sus dinamismos perversos. Son zonas donde impera la costumbre. Ya lo dijo Péguy: “Lo peor no es tener un alma perversa, sino un alma acostumbrada”. Ese es el reino de la costumbre, de la infecundidad del pensamiento, de la sequedad del corazón, de las relaciones frías. Reina en esas zonas una perenne incredulidad ante todo. Y también una permanente oposición a todo. Declarar esas zonas como “catastróficas” haría revertir sobre ellas recursos para sanear esa parte del organismo que poco a poco puede amenazar a todo él. Es ahí donde puede exclamarse las palabras del profeta Joel: «Se ha secado la viña, se ha amustiado la higuera, granado, palmera, manzano, todos los árboles del campo están secos. ¡Sí, se ha secado la alegría de entre los hijos de hombre! (Joel 1,12).

«Mi alma tuvo “siempre” sed de Ti»: ¡no magnifiquemos el pasado!

Quizá no debamos magnificar tanto el pasado en lo que al esplendor vocacional se refiere. Se dice que las comparaciones son odiosas. Es bueno mirar al pasado para obtener algunas lecciones. Y una de ellas sería simplemente la respuesta a esta pregunta: ¿qué hicimos con tal abundancia de vocaciones? No pocas fueron vocaciones para el despilfarro. ¡Magníficos trenes que acabaron en vías muertas! En lugar de enviarlas a la mies, al campo de misión más necesitado, hicimos macro-comunidades. Convertimos las vocaciones que Dios nos enviaba en mano de obra para una limpieza escrupulosa de nuestras dependencias, para unas tareas domésticas sin ningún tipo de horizonte, para las administraciones más prosaicas. Y hemos sustraído al pueblo de Dios algunos ministros ordenados que les eran necesarios, lo hemos privado de un buen número de profetas y misioneros. La obediencia sirvió de tapadera a un estilo de gobierno sin ninguna visión, excesivamente cómodo y nada arriesgado. Un compañero de mi comunidad suele referirse a estas zonas catastróficas, a ese tipo de religiosos con estas palabras del profeta Jeremías: «Tanto el sacerdote como el profeta vagan sin sentido por el país» (Jer 14,18).

Hoy nos encontramos con religiosos y religiosas que son el resultado penoso del fracaso de la congregación en ellos o ellas. No estamos acostumbrados a pedir responsabilidades a quienes nos han dirigido. Lo que hacemos con los dirigentes de las naciones, no lo hacemos con nuestros malos dirigentes. Quienes alguna vez hemos tenido alguna responsabilidad de gobierno, bien sabemos que en no pocas ocasiones no ha sido el Espíritu quien ha conducido nuestras acciones. Por eso, no magnifiquemos el pasado. También recurramos a aquel sabio adagio: “agua pasada, no mueve molino”.

El Espíritu como agua, y como riada

«¡Riega la tierra en sequía!». Esa es nuestra petición al Espíritu. También en nosotros hay espíritu; espíritu con minúscula. También nosotros, seres libres, somos fuente y agua. Pero, por muy paradójico que parezca, estamos necesitados. ¡Qué bien lo expresó Paul Claudel en una de sus cinco odas cuando escribió: «Dios mío… ¡Ten piedad de esas

aguas que en mí mueren de sed!»2.  Aguas sedientas hace referencia a la necesidad que nuestro espíritu tiene del Espíritu, el Agua primordial.

El Espíritu como agua y viento

«El día último de la Fiesta, el más solemne, Jesús, puesto en pie, gritó: “Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí”. Como dice la Escritura: “De su seno correrán ríos de agua viva”. Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él; porque aún no había Espíritu, pues todavía Jesús no había sido glorificado» (Jn 7,37-39).

Sin Jesús todavía no hay Espíritu. Es necesario que proceda de Él. De su costado, abierto en la cruz. También de su último aliento. Ya antes había procedido del Abbá.

Tanto en los relatos de la creación como en el relato de la crucifixión, según Juan, el Espíritu -Agua proceden del Abbá y del Hijo. El resultado es la creación del universo, la vocación fundamental, en el libro del Génesis, y la comunicación de la Vida y la calma de la sed, en el relato de Juan.

El Espíritu del Abbá Creador y de Jesús, se derrama gratis, de balde, sobre la tierra sedienta, sobre los seres humanos, representados por María y el discípulo amado, los sedientos.

«Derramaré‚ agua sobre el sediento suelo, raudales sobre la tierra seca. Derramaré‚ mi espíritu sobre tu linaje, mi bendición sobre cuanto de ti nazca» (Is 44,3).

El Espíritu se derrama sobre toda carne (Joel 2,28; Hech 2,17ss). Se trata de una metáfora pasmosa, sorprendente. Toda carne es ciertamente el ser humano, pero también todos los seres vivientes, como plantas, árboles y animales (cf. Gen 9,10ss). Carne significaba para el profeta Joel «el débil, la gente sin poder y sin esperanza» (H.W. Wolff). Por eso, el profeta proclamaba: «¡Vuestros hijos e hijas profetizarán, vuestros ancianos soñarán sueños!». Decía con ello que la gente joven, –es decir, quienes todavía no habían entrado de lleno en la vida– y los ancianos –es decir, quien participan ya plenamente de la vida–, serán quienes primero experimenten al Espíritu. Es como si el profeta dijera que nadie es demasiado joven, ni demasiado viejo para recibir el Espíritu.

Cuando el Espíritu Santo es enviado, viene como una tempestad; se derrama sobre todos los seres vivientes, como las aguas de una riada, invadiéndolo todo. Si el Espíritu es realmente el Espíritu de Dios, toda la realidad invadida por el Espíritu, queda entonces deificada, divinizada. El Espíritu llega a nosotros y asume diversas formas. Es como el agua que primero es fuente, luego río y finalmente lago. Una misma es el agua, pero las formas de su flujo son diferentes y graduales. El Espíritu es la Gracia por excelencia; después asume las formas de los carismas o energías del Espíritu. Los carismas son como flujos o emanaciones del Espíritu.

El Espíritu transforma la vida de los discípulos y discípulas mediante el Amor, que Él mismo es: «la esperanza no desilusiona, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu que nos ha sido dado» (Rm 5,5).

Después del don del Espíritu no hay ningún otro don. El Espíritu es la gracia suprema. Todo el espacio histórico y geográfico está invadido por el Espíritu, porque «el Espíritu del Señor llena la tierra».

El Espíritu en la llamada

La vocación es acontecimiento de la Palabra. La Palabra de Dios nos llama. Pero la vocación es también acontecimiento del Espíritu. La llamada es también respiración, esa actividad indeterminada que se concreta al hablar. Sentir la vocación es percibir no solo la voz de Dios, sino su aliento, su respiración, hasta el aliento último del Crucificado. La palabra da concreción al espíritu, pero el espíritu antecede a la palabra y al concepto. Por su concreción la palabra puede quedarse fuera. En cambio, el aliento y el viento penetran donde la palabra no puede entrar.

El Espíritu es el suspiro de Dios, más penetrante que su Palabra; el Espíritu actúa para que las bocas prediquen la Palabra y los corazones se abran a ella y la entiendan y acojan. En una bella coincidencia los profetas Jeremías y Ezequiel intuyeron la importancia del corazón humano como ámbito de actuación de la Palabra y del Espíritu de Dios. En él Dios escribe su Palabra, su Ley, decía Jeremías (Jer 31,33); en él Dios derrama su Espíritu, decía Ezequiel (Ez 26,27). Se encuentra en él, co-inciden y se revelan, quienes en mutua perijóresis son la Sabiduría del Abbá: la Palabra y el Espíritu.

La acción pastoral de la iglesia consiste en llevar a nuestros jóvenes, como el buen pastor, hacia fuentes tranquilas que reparen sus fuerzas. Llevarles allá donde se empapen de Espíritu, allí donde puedan zambullirse en el río de la vida.

Hay en el cuarto evangelio dos personajes que se encargan de llevar a los demás a Jesús. Son Andrés y Felipe; Andrés orientó a su hermano Simón hacia Jesús (Jn 1,41), y Felipe hizo lo mismo con Natanael (Jn 1,44); luego en la fiesta de la Pascua –ellos dos, Felipe y Andrés– condujeron hacia Jesús a unos griegos que querían verlo (Jn 12,22). Llevar a Jesús es disponer a alguien para que reciba el Espíritu.

Cuando alguien recibe el Espíritu, cuando el agua penetra en él, o el Viento entra por las rendijas del alma, comienza la semilla a brotar.

Invitar a otros implica vivir de otra manera. En todos los tiempos y culturas sigue activo el Espíritu de Dios. No ganamos nada con prolongar por más tiempo las lamentaciones o con reiterar cansinamente las llamadas a “hacer algo”. Necesitamos acercarnos a esta realidad con otro talante, con otra mentalidad. Hemos de crear una verdadera “cultura vocacional”, tal y como nos la propone Juan Pablo II (Mensaje para la XXX Jornada Mundial de Oración por las vocaciones). Ha llegado la hora de replantearnos nuestro compromiso vocacional desde nuevas actitudes.

Decálogo para tiempos de Sequía: Lluvia y Regadío

Deseo concluir con diez invitaciones; con un decálogo; y éstas divididas en dos tablas: la primera sobre la sed de Dios, la segunda sobre regar el jardín.

La primera tabla: “La sed de Dios”: «Tengo sed»

– Primera: Hay más agua que sed. Aviva tu sed más profunda, que eres capaz de mucho más. No llames tan pronto a tu sed “Dios”. No te ocurra aquello del aforismo de Elías Canetti: «Cuando no sabe qué decir menciona a Dios»3. Dios es la sed de todas las formas de sed que padeces. Tener sed es una forma de padecer a Dios. Padece lo divino. Anhela. No mates el deseo. Pero discierne tus deseos, tu eros.

– Segunda: Ponte junto al río de agua viva y crecerás como una palmera del Líbano, en la vejez seguirás lozano y frondoso.

– Tercera: Aviva la sed de tus hermanos o hermanas de comunidad. Convéncelos, para que busquen también la fuente de agua viva. Como la samaritana, llámalos para que se acerquen al pozo de agua viva.

– Cuarta: Cánsate, camina, suda, esfuérzate… y tendrás sed. Sólo la pereza destruye la sed.

– Quinta: La sed de amor es la mejor. Pero no se sacia buscando el amor convulsivamente, sino aceptando el amor que viene, que surge, que como un río se acerca a tu vida, o como una lluvia que te envuelve. Quien tiene sed busca con todos sus sentidos una fuente, espera con toda el ansia la lluvia. Le saca al cielo su generosidad. Venid a mí todos los que estáis sedientos, de su seno manarán torrentes de agua viva (Jn 7).

La segunda tabla: “regar el jardín”

– Sexta: Haz rogativas. Suplica apasionadamente por la lluvia de Dios, no en general, sino muy en particular, por alguien, por algún pequeño territorio.

– Séptima: Provoca la sed de la gente. Haz que deseen el agua de la Vida. Háblales de la fuente. Llévalos a la Fuente, a Jesús, como hicieron Felipe y Andrés. ¡Él hará lo demás! “Torrentes de agua viva manarán de su seno”.

– Octava: Cuida para que nadie cambie la fuente de vida por agua enfangada. Vigilancia. Sé el vigía de la fuente.

– Novena: A través de compuertas, dosifica, ten ritmo; no anegues; deja que el agua empape a la tierra y no te preocupes tanto.

– Décima: Hay mucha tierra con sed. Tú no eres el agua. No eres ni lluvia, ni río, pero puedes ser canal, o construir canales.

Conclusión: ¡Están naciendo mariposas!

Y concluyo mis reflexiones evocando la metáfora del principio, el gusano de seda y la mariposa. Están naciendo mariposas. Poco a poco hemos visto en estos años de renovación cómo nuestra forma de vida, en su liminalidad, está formada –cada vez más– por sencillas mariposas que en libertad de vuelo van dando sentido y siendo mensajeras silenciosas de una buena noticia. Mereció la pena pasar un tiempo, como gusanitos de seda allí donde todo, absolutamente todo, entra en profunda metamorfosis. ¿No será eso, lo que llamamos “consagración”? Sí, la vocación nos hace –al fin volar–  como el Espíritu.

«Siempre que descubras un tesoro en los jóvenes, suscitas en ellos la sed. Entonces podrás ser canal del Agua de la Vida. «Quien tenga sed que venga. Quien lo desee que tome el don del agua de la vida». Cuando dices a alguien que tiene un tesoro y te haces creí-ble ante él o ella, suscitas en esa persona la conciencia de su sed, de su sed más profunda y comenzará a sentir el deseo de tomar del agua de la vida» (anónimo).

 

1 García Paredes, Antonio. Periódico La Razón, 27 de noviembre 1998, p. 5.

2 Claudel, P.  Les cinq grandes Odes, 65.

3 Canetti, Elías.  El suplicio de las moscas, Anaya & Mario Muchnik, 1994, p. 68.