Voz en el desierto

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Este domingo se nos presenta la figura de Juan Bautista que anuncia la venida de un mesías, de alguien que viene a realizar el sueño de Isaías, ese tiempo mesiánico en el que los opuestos se pueden dar cita y convivir. Ese tiempo de los ejemplos descabalados e imposibles: lobo con cordero, pantera con cabrito, novillo con león, y todos comiendo hierba, paciendo; la vaca con el oso y un león que come paja como un buey. Y por último,  un niño que mete su mano en la madriguera de una cobra y juega con ella.

Juan que grita en el desierto, para quién lo quiera oír, que esos tiempos mesiánicos imposibles ya están aquí, que el mundo de la violencia ya tocó a su fin. Que lo irreconciliable a muerte ya tiene un espacio de paz y de ciencia (la de Dios). Que hay que atreverse a creer y que vale la pena hacerlo.

Juan grita en el desierto con la voz prestada de otro que es más que él, de otro que tiene infinitamente más dignidad, pero que se va a dejar bautizar por él. De es otro que es capaz de reconciliar lo que nosotros ni siquiera nos atrevemos a soñar. De ese otro que nace en un pesebre y que nos desconcierta porque hubiésemos preferido un palacio como los Magos de Oriente. De ese otro que va a respetar la caña cascada y el pabilo vacilante con el mimo extremo de quien conoce y vive la importancia de lo frágil y no cede a la tentación del poder («He venido a servir y no a ser servido»). De ese otro, anhelado por los siglos y que desborda todos los esquemas de un Dios inventado por nosotros, por gracia infinita. De ese otro que es otro de nosotros y Dios-con-nosotros, Enmanuel.

Y Juan gritó en el desierto y se quedó corto porque el que estaba por venir era mucho más que lo que se esperaba: mucho más en ese mucho menos de un Dios hecho carne.

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