Creemos que para llegar a ella hay que pasar inexorablemente por la muerte, por ese momento que queremos evitar a toda costa.
Pero la resurrección no es un momento final, un trago postrero. Es ir viviendo de una manera en la que la luz va tomando cuerpo en nuestras entrañas, en lo que somos y seremos.
En estos días donde la muerte hace su danza macabra con más dureza, con más soledad, con más sinsentido, es más necesario pararse para revivirnos.
Hacer una alto (la mayoría lo hacemos obligados pero con mucha generosidad) para ir saboreando la resurrección que ya se despliega en nosotros:
– En cada gesto sencillo de amor (hay tantos…)
– En cada mirada que se deja sorprender por lo que pasa detrás de una ventana como un regalo.
– En la sonrisa que nos regalamos por las redes.
– Es agradecer a desconocidos lo que están haciendo desde el silencio y el trabajo que siempre deberíamos haber agradecido.
– En hacer un poco más llevadera esta espera para los que nos rodean (aunque estemos solos, aunque nos sintamos solos)
– En el recuerdo entrañable de los que ya no están, pero que siguen estando de un modo maravillosamente nuevo.
– En la oración pequeña, tímida, que brota de la esperanza grande.
– En la capacidad que tenemos de salir de nosotros mismos para viajar a lugares olvidados por muchos, pero que sabemos que están habitados por personas que sufren esta pandemia y mucho más.
– En los sueños y en la capacidad preciosa de seguir soñando, aunque nos digan (nos digamos) que no es posible hacerlo ya.
– En millones de cosas, de personas, de belleza derramada por doquier aunque sea entre cuatro paredes.
Todo ello es resurrección. Todo ello es anticipo de lo que va a ser y ya está siendo.
Todo ello es regalo y gracia y caricia y empeño de un Hijo de Dios que vivió resucitando desde el saludo de un ángel a su madre hasta un sepulcro frío que lo quiso retener.
Feliz resurrección cotidiana a pesar de todo y en este pesar que vivimos.