¡Cuánta existencia gastada, cuánto esfuerzo, desilusión y esperanza detrás de esas palabras, cuánta maduración y perplejidad, cuánta aceptación, vulnerabilidad y terquedad!
Por supuesto, el inicio de una experiencia es maravilloso. En el verbo comenzar, por ejemplo, hay una ingenua y asombrosa alegría que perfuma todo a nuestro alrededor. En el verbo inaugurar hay un grado de pureza y un entusiasmo que energiza. Pero para esas experiencias inaugurales hemos sido largamente preparados. Damos el paso sostenidos durante años de camino en su dirección.
Con los verbos que presuponen una repetición, en general, no es así. Empezamos con ellos sin preparar, muchas veces a «contra corriente», sin saber bien cómo llegamos y cómo saldremos. Tienen en su origen un cambio, una pérdida, una alteración de planes o un deseo al que tenemos que responder. No es obligatorio que los vivamos solos, pero siempre conllevan una soledad desconocida, porque hay un silencio semejante al del fondo del mar dentro de nuestro cuerpo con heridas y memorias sin curar. Lo más extraordinario, sin embargo, es llegar a comprender que eso en nada nos empequeñece. Por el contrario, los verbos que presuponen la repetición nos dan una sabiduría que ya no cambiamos por ninguna otra. Y nos permiten descubrir dimensiones de la realidad sin las cuales seríamos más sectarios y unívocos, que cuando la vida es una cosechadora múltiple y polifónica.