VIRUS ESPIRITUALES EN LA VIDA COMUNITARIA

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(Bonifacio Fernández, CMF). Este texto está redactado como una descripción de situaciones que se dan en las comunidades de vida consagrada. No debe interpretarse para acusar y criticar a otros; está pensado para analizar nuestras actitudes y comportamientos.

  1. El virus de la nostalgia: nos embelesa el tiempo pasado cuando había abundancia de vocaciones y estábamos en período de expansión, teníamos reconocimiento social. La renovación de la vida consagrada coincide, en realidad, con la disminución creciente del número en el hemisferio norte. Hemos ganado en la clarificación de la identidad, la espiritualidad, la misión, la ubicación en el pueblo de Dios.

La nostalgia funciona también a nivel personal: yo antes era más capaz, me concentraba mejor, tenía más resistencia a la adversidad.

  1. El virus del clericalismo: dar excesiva importancia a la posición, al prestigio y al poder en la comunidad de los hermanos; la necesidad de afiliación y de status prevalece sobre la libertad e igualdad personal. Lo que cada uno hace o ha hecho se impone sobre las relaciones fraternas. En el fondo, justificación por las obras, por lo que cada uno trabaja, rinde, crece. Lo cual no quiere decir que las obras no tengan mucha importancia como fruto del amor y el compromiso.
  2. El virus del selfie: El Papa habla con frecuencia a de la auto-referencialidad . La propia imagen y fama y prestigio resulta, en la práctica, más importante que la gloria de Dios. Hay formas de afirmación colectiva, de publicidad de las propias obras y logros congregacionales que tienen que ver con esto. La verdad es que también desde el punto de vista personal se produce esta “mundanidad espiritual”. Tenemos el peligro de dar culto a nuestra imagen personal. Preocuparnos mucho de no cometer errores, de no tomar decisiones equivocadas, para que no tengan nada que reprocharnos.
  3. El virus del pesimismo: consiste en una mirada negativa y desesperanzada sobre la situación de la Iglesia y de la sociedad. Se tiene la impresión de que todo está en declive, que el tiempo pasado era mucho mejor… que esto se termina y va al fracaso. No se ejercita suficientemente la feliz esperanza en la presencia y las promesas del Dios de la historia. Se da más audiencia a los profetas de calamidad que a los profetas de esperanza.
  4. El virus del activismo: puede manifestarse tanto en la vida de la fraternidad como en la vida pastoral. El volumen de tareas es tan grande que terminan desgastando a las personas que no tienen calma para la vida de oración y de comunión. Pero, cuidado, que el activismo puede ser una huida de la propia vida, puede ser una forma de reaccionar ante la desilusión, la propia soledad…
  5. El virus del letargo: se ha perdido la sensibilidad para reaccionar. Uno ha dejado de ser como una esponja y se ha convertido en un corcho seco. No se deja afectar por la novedad permanente del evangelio. Ni por las sorpresas de la vida personal y relacional. En las calles de Madrid se ven estos días (navidad 2017) anuncios publicitarios con la inscripción: despierta los sentidos. Toda una tarea: despertar la capacidad de escuchar, de ver, de sentir… Y también de creer, de esperar, de amar.
  6. El virus de la crítica negativa: la murmuración se alimenta de la envidia y de los celos, pone en solfa la fama de los otros; no se preocupa de saber y transmitir la verdad, hace imágenes negativas de las personas a partir de algún error. Le ponemos etiquetas, que, repetidas, repetidas, encierran la vida de la persona; se desperdicia la energía creativa que se expresa en el reconocimiento, la abalanza, la confirmación, el agradecimiento…
  7. El virus de la comunicación superficial: se utiliza el lenguaje convencional propio de los rituales, de la educación formal. La comunicación puede llegar a un segundo nivel: intercambio de información y de opiniones. Se habla y discute sobre deporte, sobre noticias y posiciones políticas. Pero queda en la penumbra lo relativo a la vida y los sentimientos personales sobre las relaciones, sobre la fe y la esperanza.
  8. El virus del individualismo: el proyecto personal de vida prevalece sobre el proyecto carismático común; la misión personal se desconecta de la misión común. Las convicciones e intereses individuales no de dejan modelar por el carisma del grupo congregacional.
  9. El virus de la mera supervivencia: cuando este virus ha infectado al cuerpo congregacional se rebaja el discernimiento vocacional y las exigencias formativas para asumir el estilo de vida propio de la fraternidad. Se pierde la visión de los desafíos del futuro y prevalece la inercia y la rutina.
  10. El virus de la resistencia al cambio: adquiere muchas formas, cambio con respecto a las obras y actividades apostólicas, pero también en lo relativo a la actitud de conversión personal en el plano moral y afectivo. Se puede concretar en una cierta ceguera para ver las transformaciones culturales y sociales que están exigiendo nuevas formas de vivir y testimoniar la gran buena noticia del evangelio. No se hace el esfuerzo de salir de lo seguro, de lo sabido, de lo acostumbrado. Las nuevas iniciativas tienen el peso de justificarse. Y es un peso grande.
  11. El virus de la conexión: Genera una cierta adicción. Ofrece la sensación de vivir en una comunidad virtual. Las redes sociales que constituyen una estupenda herramienta de trabajo eficiente, se convierten en dependencia. No se puede prescindir del móvil ni durante la oración, ni durante los tiempos de las comidas, ni durante los momentos de recreación. El móvil es una especie de apéndice que se nos ha pegado. El resultado es que se empobrece la comunicación, pierde en calidad. La comunidad como presencia en tiempos y espacios comunes pierde calidad. Estamos más conectados, pero menos comunicados.