Y a veces es así. Hay momentos en los que la fe sólo parece traer complicaciones. Cuando esas palabras de fuego de Jesús, como su bautismo, hacen aparecer la división y no la paz.
No son situaciones buscadas, el guerrear no es cristiano, pero sí consecuencias de una manera de seguir, de seguir al Maestro.
Enfrentamientos y violencias incluso contra uno mismo. Contra mis comodidades o mis verdades. Contra lo que parecía inalterable y fijo, o lo que consideraba un valor fundamental. No son violencias de fundamentalista inseguramente dogmático que impone lo que le dicen es la verdad. Sino violencia de un mundo al revés que trastoca y reduce a arenas movedizas lo que antes parecía un páramo seguro por el que transitar. No es relativismo porque tienes la certeza de quién te fiaste, pero sí que no es rigidez impositiva que crea muerte al trigo enredado lógicamente con la cizaña.
Es la violencia de la debilidad y de la apuesta por lo que está perdido: un hijo pródigo, una oveja miserable, un hombre medio muerto en el camino, una moneda que no lleva a nada, un recaudador de impuestos al que le obligas a que te invite a su casa, una pecadora pública que te toca hasta las lágrimas… Es la violencia del escándalo misericordioso que da mucho que hablar a los bien pensantes y bien hacientes.
Y ojalá que el mundo ya estuviese ardiendo así…