El Adviento es venir, deambular, llegar. Es paso en el camino hacia un hogar de carne que todo un Dios decidió transitar un día.
Es salir al encuentro de esta carne débil y temblorosa de Dios en el pesebre. No podemos esperar parados, no podemos quedarnos quietos en nuestros hogares sobreprotegidos e interconectados sólo con nuestros centros de interés.
Adviento es ir hacia el que llega porque lo hace a un lugar dónde sólo habitan los animales y allí no solemos estar. Es ponerse los zapatos y salir, abrir los ojos y ver lo escondido que está presente. Es buscar los pequeños signos que se suelen acurrucar en encrucijadas o en portales poco iluminados o en calles llenas de gente pero vacías de cariño.
El que llega, el que se hace carne de nuestra carne, bella y débil, espera que lo salgamos a buscar. Que hagamos oídos a esos pequeños ángeles que siguen diciendo, machaconamente, a tantos sordos que la utopía está viva aunque se encierre con mil candados.
Ángeles de hoja de árbol o de pájaro tímido de ciudad o de manos en los bolsillos vacíos o de niños que nos ayudan a creer. Esos ángeles de Glorias pequeños y susurrados que no alborotan sino que insisten con una sonrisa en los labios llenos de sueños. Normalmente no los creemos porque están demasiado cerca de los que nada pueden o nada tienen, porque nos recuerdan a una edad que ni siquiera nos atrevemos a recordar o a mirar. Ángeles niños o ángeles ancianos que son libros con muy pocas páginas o con las hojas a punto de resquebrajarse.
Ellos nos dicen, tímidamente, que salgamos, que vayamos al encuentro del que vino, viene y ha de venir en un pesebre. Maravillosa locura que abraza y consuela.
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