Desde hace años se habla de reestructuración, reorganización, revitalización de la vida religiosa.
El interés por el tema y por su actualidad ha inspirado numerosas reflexiones y ya se ha escrito mucho al respecto, tanto desde el punto de vista jurídico-institucional, sociológico y psicológico, cuanto desde el perfil metodológico. Más allá de estos aspectos técnicos, se ha planteado la reflexión a partir del núcleo central del problema, la espiritualidad, o sea, a partir de la experiencia de fe en el Señor Jesús, que está presente en la comunidad religiosa como fundamento de toda relación comunitaria e interpersonal, como punto de referencia que da unidad a las motivaciones y a la diversidad de las personas.
De todas formas, parece que los intentos de revitalizar los institutos de vida consagrada retornando a los orígenes del carisma, renovando la fidelidad vocacional de las personas y comunidades, sin tener en cuenta el elemento organizativo y gestional que tiene tanta importancia a la hora de concretar los ideales y los valores vocacionales, en la expresión del carisma y de la misión, parece, decía, que sólo raramente han dado los resultados esperados. No han faltado casos en los que se han creado nuevas y más profundas fracturas, que han contribuido a aumentar la falta de motivación en las personas más que a poner en marcha procesos de revitalización.
Mientras la vida religiosa no se confronte con el ambiente y no ponga en marcha dinámicas y procesos de cambio, correrá el peligro de cristalizarse en una situación estática, que le llevaría a administrar lo que ya existe, a reconstruir o restructurar las obras limitándolas a los recursos de hecho disponibles, preparándose así a una “muerte” digna, más que a innovar, potenciar, renovar la propia vitalidad intrínseca.
Por eso hace falta una actitud de discernimiento continuo, tanto por parte de los superiores y responsables de los diversos sectores, cuanto por parte de las comunidades en su con-junto. Y el primer ámbito que hay que someter al discernimiento se refiere precisamente a la estructura organizativa y la gestión de los recursos y de las obras, ya que cualquier reorganización debe tener en cuenta un conjunto de interacciones, reglas y funciones que se dan en el tejido cotidiano y concreto del vivir y trabajar juntos.
En estas breves reflexiones, incompletas y ciertamente no exhaustivas, pretendo mostrar que la reorganización de los institutos religiosos puede pasar por la dimensión organizativa y de gestión, destacando algunos puntos clave y ciertos procesos que juegan un papel predominante en la revitalización de las obras.
DE CARA AL FUTURO…
Ante el reto que el tema del futuro de la vida religiosa plantea a la reflexión de quienes tienen la responsabilidad de animar y gobernar los institutos o las comunidades religiosas, es más necesario que nunca enfrentarse hasta el fondo a las cuestiones y problemáticas, no sólo para intentar comprender lo que está sucediendo a nuestro alrededor, sino también para hallar vías de solución.
Son muchas las reflexiones y los interrogantes respecto al futuro, en esta fase de transición cultural. En este momento, mirando la situación con realismo, la vida consagrada, en muchos casos, vive cansancios y dificultades que la hacen poco creíble. Se constata la fatiga del camino de reestructuración, sobre todo de la proyectualidad, que frecuentemente es puesta en cuestión por las urgencias y la precariedad de los recursos: aumento de la edad, enfermedades, necesidades de los familiares, etc…
La incertidumbre que caracteriza a la sociedad y cultura contemporáneas afecta plenamente también a la vida consagrada. ¿Cómo ponerse ante ella? ¿Dejarse arrastrar por el caos que parece reinar indiscutido en nuestro tiempo, dejando espacio al ansia, al miedo o al espíritu de confusión, o más bien afrontarla haciendo “cálculos”, cayendo así en la trampa de la cantidad, en la tentación de “contarse” y de medir los recursos?
No falta quien se aproxima al problema con una actitud sustancialmente negativa, afirmando que ha llegado el “final” de la vida religiosa, considerando los retos del futuro más como un “problema” que como una “posibilidad”. O sea, se ve el futuro como una fuente de preocupación por la incertidumbre que se deriva de la situación mundial, de la ausencia de nuevas vocaciones, de la disminución numérica debida a los abandonos y salidas, del ritmo de trabajo asfixiante, de la debilitación de la esperanza. Esto resulta particularmente grave en los institutos dedicados a obras de aposto-lado, más que en los institutos misioneros o en las órdenes monásticas.
En cambio, muchos sostienen que nos hallamos ante un momento de cambio decisivo para interrogarnos de nuevo sobre la identidad de la vida consagrada y su significatividad en el mundo actual, y sobre todo para comprender de qué manera todo esto interpela a la formación, particularmente de las nuevas generaciones.
Somos conscientes de que la realidad es compleja y, ya que está en continuo devenir, la vida religiosa debe necesariamente confrontarse con esos cambios si quiere seguir siendo, en el mundo de hoy, el fermento evangélico que, desde “dentro” de la cultura, se pone al ser-vicio de la vida y de la verdad.
LOS SIGNOS DE LA «CRISIS»
Ante los procesos de transformación que se están dando en la actual coyuntura histórica, marcada por la globalización y por una profunda crisis del modo de pensarse a sí mismos y a la propia identidad, como individuos y como colectividad, de percibir e interpretar la realidad, también la vida consagrada, como toda forma de vida, se ve afectada por la misma situación de crisis. Sobre todo en los países occidentales, donde parece que la vida religiosa tradicional se ha vuelto particularmente problemática y se ve puesta en cuestión la misma perspectiva de existencia de muchas instituciones.
La crisis, en este caso, no me parece que dependa exclusivamente de procesos evolutivos de tipo histórico-cultural, ni de procesos psicodinámicos, como sostiene la teoría del “ciclo de vida” aplicada, por analogía con el desarrollo individual, también a los grupos e instituciones, y entre ellas a la vida consagrada.
En la dinámica social, como por otra parte en la psicodinámica individual, la crisis constituye un elemento “motor”, que activa procesos de transformación, los cuales, frecuentemente, no nacen de innovaciones pensadas y proyectadas por algún experto o investigador, sino más bien de acontecimientos, situaciones a veces trágicas, que irrumpen en la vida de las personas y de las instituciones, empujando hacia situaciones nuevas y hacia cambios culturales y estructurales. Piénsese, por ejemplo, en la necesaria reorganización institucional, también en relación al mismo carisma originario, que se produce en las congregaciones religiosas cada vez que se encuentran ante el problema de tener que ofrecer respuestas adecuadas a las nuevas emergencias sociales y educativas del contexto en que se vive y se actúa.
Los procesos de reestructuración y de desestructuración a los que estamos asistiendo en los diferentes institutos y congregaciones, a causa también del descenso numérico de las vocaciones, están llevando a una reconfiguración de conjunto de la organización de la vida religiosa, sobre todo de la formación. La preocupación y el ansia por el cambio, el miedo de tomar decisiones adecuadas, de “traicionar” el carisma o la espiritualidad, la necesidad de enfrentarse a problemas y prioridades inmediatas desde el punto de vista logístico y organizativo, han con-llevado una serie de consecuencias no siempre fácilmente descifrables.
De todas formas, está claro que uno de los nudos problemáticos está ligado a la relación entre vida religiosa y obras o servicios que los religiosos llevan a cabo como expresión de su identidad y misión en la Iglesia y en la sociedad. En ese caso, es evidente que la crisis ha afectado sobre todo a las comunidades de vida apostólica activa.
El hecho de haber identificado las comunidades religiosas con sus obras ha llevado a olvidar que las obras se han ido estructurando cada vez más como organizaciones autónomas. Y esto conlleva el hecho de que esas obras comparten con todas las demás formas de organizaciones educativas, sociales o empresariales, la misma configuración y la misma estructura lógico-operativa (un conjunto de personas que llevan adelante una tarea unitaria, interactuando según roles y reglas y con modalidades adecuadas a la naturaleza de la tarea). De todas formas, parece que aún no se ha tomado plenamente conciencia de que la dimensión organizativa no se opone a la “cultura”, a la visión y a la misión propia de la institución religiosa.
La crisis de las obras, fruto con frecuencia de una mala gestión organizativa, ha estado a punto de poner en crisis a la vida religiosa misma, o más exactamente la comunidad religiosa, en sus ideales y valores de referencia. Los mismos signos de disgregación presentes en algunos institutos parecen estar relacionados con disfunciones organizativas, o más bien con la ausencia de aquellas condiciones que favorecen, por ejemplo, la pertenencia, o unas relaciones correctas entre las personas y el cuerpo comunitario. Es lo que sucede con las comunidades en las que faltan signos de pertenencia claramente definidos, con los que los diferentes miembros puedan identificarse y percibir la propia relevancia social dentro del grupo comunitario. Esto puede provocar fenómenos de “fuga” de la comunidad o de “fuga” en un activismo frenético o en un retiro precoz de las actividades apostólicas. Por eso, uno de los puntos cruciales que se encuentran en el origen de la crisis, es el con-texto organizativo, o sea, los aspectos de tipo administrativo, estructural, proyectual.
Con estas breves reflexiones quiero subrayar la importancia de tomar en consideración la dimensión organizativa de cara a una lectura global y “encarnada” de la vida consagrada hoy, sin caer en consideraciones meramente “espirituales”, que corren el riesgo de estar “descontextualizadas”. Para volver a tender puentes significativos con el mundo contemporáneo y convertirse en signo y levadura “desde dentro” de la sociedad, superando toda tentación de auto-referencialidad, la comunidad religiosa necesita repensar sus propios modelos organizativos, para favorecer, sobre todo en su interior, la calidad de la vida, la calidad de las relaciones y del estilo de gestión de las obras y de los servicios.
Como ha dicho Benedicto XVI: “La crisis nos obliga a revisar nuestro camino, a darnos nuevas reglas y a encontrar nuevas formas de compromiso, a apoyarnos en las experiencias positivas y a rechazar las negativas. De este modo, la crisis se convierte en ocasión de discernir y proyectar de un modo nuevo” (Caritas in Veritate n. 21).
¿REORGANIZACIÓN O REESTRUCTURACIÓN COMO «SOLUCIÓN»?
La atención a los problemas organizativos y estructurales, como una de las estrategias para proseguir la tarea de la renovación o re-fundación de la vida religiosa puesta en marcha por el Concilio, ocupa casi siempre el centro de las discusiones y deliberaciones de los Capítulos Generales en casi todas las Congregaciones.
El enfoque de la situación, el proceso de discernimiento para una comprensión más profunda de la realidad y para el descubrimiento de los caminos de conversión que es necesario recorrer, han llevado a las asambleas capitulares a buscar respuestas a las siguientes cuestiones:
. ¿Qué es prioritario? ¿Qué es lo más importante?. ¿Qué hacer para dar nueva vitalidad vocacional a las comunidades?
. ¿De dónde partir: de la fuerza renovadora de la espiritualidad, de la fidelidad vocacional al carisma recibido, de la calidad de la vida y las relaciones en el instituto y en las comunidades, o de la reorganización y gestión innovadoras de las obras?
Se puede decir que el camino de todos los institutos en estos años se ha visto ritmado por la respuesta a estas preguntas, y los puntos de partida han sido diferentes. El reto de la renovación a partir de lo que ya existe, o más bien a partir de una lectura sapiencial y evangélica de lo que ya existe, se advierte con fuerza, y ha hecho que muchos institutos reconfirmaran que la profundidad de la espiritualidad, la significatividad del testimonio, la calidad de la vida consagrada en comunidad son factores determinantes a la hora de dar fuerza evangélica a la realización del proyecto carismático de vida. Pero ha llevado también a afrontar con realismo los desafíos que se derivan de la gestión de las obras y, en general, de la organización de la vida y del trabajo.
La ausencia de nuevas vocaciones, el envejecimiento y, en consecuencia, la dificultad de llevar adelante las obras por falta de recursos ante todo humanos, pero hoy también económicos, han exigido, como vía de solución prioritaria, la restructuración o la reorganización. Se trata de dos caminos aparentemente semejantes, pero diferentes. Ambas constituyen, a mi parecer, una solución parcial, a veces peli-grosa, por el efecto boomerang que provocan, sobre todo en las personas. Se trata de aproximaciones parciales al problema, que no abarcan la compleja realidad de la vida consagrada que, aunque sea un don y una llamada de Dios, es también una realidad histórica, encarnada en una época histórica y en una cultura particular; son pues vías que no aportan una verdadera solución al problema.
En estos años, la experiencia de los institutos que han actuado esos procesos de restructuración muestra que los frutos no han sido siempre positivos como se esperaba. De hecho, se ha registrado un incremento de la desmotivación, falta de esperanza y de entusiasmo, individualismo, problemáticas relacionales y afectivas, tanto en las personas como en las comunidades. La lógica de la cantidad y del “cálculo”, que en algunos casos ha guiado el proceso de restructuración, parece haber bloqueado los procesos de cambio, de renovación y de recuperación creativa, sobre todo allí donde no se han respetado los tiempos de actuación. El agrupamiento de comunidades y de enteros institutos, la clausura de casas, la colocación de los religiosos/as ancianos en las casas de reposo, especialmente “reestructuradas” para ello, frecuentemente ha provocado pérdida de vitalidad, aumento de formas depresivas de desánimo, también entre las nuevas generaciones, ruptura entre generaciones y pérdida de sentido.
Frente a estos procesos de reestructuración, que yo definiría “salvajes” por la forma demasiado rápida y superficial en que se han llevado a cabo, me parece que el verdadero reto consiste en discernir con sabiduría no solamente “qué hay que hacer”, sino también “cómo hay que hacerlo”. Lo cual implica una buena dosis de “sentido común”, y no sólo.
La restructuración de institutos, comunidades y obras no debe ser entendida solamente como un cambio de estructuras o un replantea-miento, sino como una “re-significación” carismática de la presencia de los religiosos entre la gente, entre los pobres y quien ha perdido la esperanza.
Un nuevo estímulo a encontrar vías de colaboración, de ayuda mutua entre institutos con un carisma y una tipología de obras semejante, y/o entre religiosos y laicos dentro de la misma familia carismática, podría llegar de la constatación de cuán exiguas son los recursos disponibles para llevar adelante la misión apostólica según el carisma.
Muchos de los obstáculos son fruto del temor a “perder” la propia especificidad por lo que se refiere a la identidad y apostolado, o de “perder” la posibilidad o el “poder” de gestión de las obras.
Además, en la restructuración o reorganización se puede correr el riesgo de perder el aspecto carismático, a fuerza de acentuar el aspecto gestional y organizativo. El reto consiste, pues, en la búsqueda de un equilibrio entre la necesidad de administrar las obras y las maneras de vivir la misión en fidelidad al pro-pio carisma fundacional.
GESTIÓN INNOVADORA Y RESPONSABLE DE LAS OBRAS
Muchos desafíos en el ámbito de la organización, sea de una empresa, o de una institución escolar, educativa, política, etc, están relacionados con la voluntad de introducir cambios o reestructuraciones, siempre con la intención de mejorar la marcha y la eficiencia de la obra. En general, casi todos los cambios se deben a un empeoramiento de las condiciones económicas o al intento de potenciar los recursos para hacerlos más productivos.
En estos últimos años, en algunas realidades organizativas más previsoras, se ha tratado de mejorar la estructura organizativa, mejorando la calidad de la vida y de las relaciones inter-personales, aumentando la motivación. El cui-dado del ambiente de trabajo, la creación de un clima interpersonal y comunitario atento a las personas, ha acrecentado en muchos casos la motivación de los miembros, y por tanto ha mejorado su rendimiento. A parte, frecuente-mente, se gastan muchas energías en el intento de resolver problemas de tipo relacional, por lo cual la comunidad, los grupos de trabajo, la oficina o la fábrica se convierten en lugares donde se hacen visibles conflictos no resueltos con la autoridad o contrastes con figuras paternas.
La afirmación (o la reafirmación) de la centralidad de la persona y de los recursos humanos dentro de los contextos organizativos nace del hecho de que se las considera el verdadero motor de los procesos de cambio y de innovación.
Y hay que llevar a cabo la innovación sobre todo a nivel de gestión, este es el desafío: el cambio de mentalidad conlleva necesariamente la implicación de los recursos humanos en todos los procesos de cambio y de mejora. Esto no se puede hacer de manera “casera” o como sale; hay que estudiar y experimentar con competencia los problemas de la organización y adecuar los propios modelos de gestión al nuevo contexto en el que estamos llamados a trabajar y colaborar, y sobre todo estar abiertos al cambio.
En esta perspectiva, de cara a la situación de la vida consagrada, se constata que los institu-tos religiosos necesitan urgentemente una ges-tión innovadora de los recursos y de las obras. Efectivamente, una buena gestión puede liberar recursos y tiempo.
Es necesario dejar claro, sin embargo, que cuando se habla de gestión no nos referimos a la gestión del carisma o de la misión, sino a la de las obras, y por tanto, de la organización. Hay que entender gestión en el sentido de “un conjunto de actividades, acciones, modalidades que intervienen juntas para hacer que interactúen las diferentes variables del sistema organizativo, coordinándolas de manera eficaz y eficiente… y todo ello orientado a alcanzar los objetivos mismos del carisma en la actualidad”.
La tentación siempre presente es la de considerar la gestión separándola del conjunto de las finalidades y valores propios de la institución religiosa. Efectivamente, en muchos institutos se observa la dificultad de comprensión a la hora de comprender y asumir la gestión de la organización como una posibilidad de sostenibilidad de la misión y un desarrollo del carisma. Con otras palabras, no se logra pensar que una buena gestión puede ayudar a construir comunidades vocacionales llenas de vitalidad. Quizás porque, inconscientemente, no se logra aceptar que la precariedad de religiosos y religiosas comprometidos activamente en la vida de obras y servicios cada vez más difíciles de administrar, pueda tener también una clave de lectura “positiva”, o sea, pueda abrir a nuevas formas de ser comunidades fraternas y de actuar por una misión específica.
Lo que habría que temer es que las urgencias y la creciente complejidad de ciertas actividades, amenacen con transformar las obras en una “empresa”, con el peligro de un cierto funcionalismo y eficientísimo, sobre todo cuando se debilitan las finalidades carismáticas y/o pastorales.
Por tanto, la gestión debería ser innovadora y responsable. Estas dos características no son solamente cualidades estrínsecas, en el sentido de que dependen de estrategias o técnicas particulares que se pueden aplicar a las organizaciones. La cuestión no es superficial, sino de fondo. Se refiere ante todo a la capacidad intrínseca de un Instituto de hallar un equilibrio armónico entre la necesidad de administrar el hoy, o sea, las urgencias, pero también el mañana, o sea las perspectivas, el futuro. Se trata de con-jugar a la par el famoso binomio dinámico, a veces en conflicto mutuo, carisma-institución. Efectivamente, existe un círculo virtuoso que va de la innovación a la imitación, hasta que, superada la fase de estancamiento de la repetición se produce la apertura, a través de la mediación de personas “carismáticas”, a una nueva innovación. La innovación que se institucionaliza es una buena cosa, pero debe abrirse a nuevos carismas, o mejor dicho, al novum del carisma reinterpretado en el hoy.
Entonces, es necesario, en este momento histórico, aplicar los principios de una buena gestión, integrando a la vez el aspecto carismático, jurídico y administrativo.
DINÁMICAS RE-GENERADORAS DE UNA ORGANIZACIÓN QUE CAMBIA
El cambio constituye una dimensión constante del vivir, a nivel social y civil, sobre todo en el ámbito profesional. Es la característica típica de una sociedad “líquida”, donde la movilidad ha sustituido a la estabilidad, donde es cada vez más difícil delimitar los perfiles de cualquier realidad, tanto individual como colectiva.
El gran reto, a este punto, es la gestión del cambio a todos los niveles: afecta al individuo, a cada una de las personas, los grupos, las instituciones, las comunidades.
Una gran cantidad de señales nos hacen comprender que, en esta situación, solamente un sujeto (individuo o institución) capaz de pensar que el cambio no es algo que hay que sufrir sino más bien un “vivero” de oportunidades, un espacio nuevo de posibilidades, solamente un sujeto así podrá atraversar la tormenta o la con-fusión en que estamos sumergidos sin demasiadas “pérdidas”, o sea, sin perderse a sí mismo y su identidad, sus talentos y recursos, sus valores, contribuyendo a mejorar y a renovar el ambiente en el que trabaja y al que pertenece.
Moverse en una sociedad “voluble” y en perpetuo cambio, en la que el valor de la oportunidad, de la movilidad parece oscurecer el de la fidelidad y la pertenencia, exige que los sujetos hayan madurado una identidad y pertenencia claras, incluso a través de la experiencia de una calidad de vida y de relación al interior de una comunidad.
A nivel individual, el cambio, como enseña la psicología evolutiva, es una de las coordenadas esenciales del crecimiento: crecer significa cambiar, y esto vale tanto para el crecimiento humano cuanto para el crecimiento vocacional y espiritual.
La vitalidad de un instituto o de una comunidad religiosa, considerada desde el punto de vista de la organización, se funda sobre las personas, sobre la personas que hayan interiorizado el cambio como condición del vivir cotidiano, que hayan aprendido lo que significa flexibilidad, sabiendo captar las oportunidades que pro-ceden de la realidad mutable, de la fluidez de las funciones y las tareas, personas que cuando son llamadas a tareas de responsabilidad son capaces de dar vida a una leadership con autoridad moral, participativa, humilde, abierta a la colaboración.
¿Cuál es el secreto? ¿Cuáles son las reglas y los criterios que hacen posible no sólo conservar la vitalidad, sino sobre todo aumentarla y regenerarla cuando sufre un momento de pará-lisis? ¿Cuáles son las condiciones que permiten a una organización potenciar su carga de energía vital, abriéndose al futuro?
Intentaré hacer un elenco de algunos elementos esenciales para la vida de toda institución y para la buena marcha de una organización, y que, en una comunidad religiosa, son un dato a veces implícito, aceptado como algo “natural”, y de los que no siempre se toma una conciencia suficiente.
PERTENECER Y ACTUAR EN LA ORGANIZACIÓN RELIGIOSA
En el corazón de todo grupo humano o comunidad, donde se vive y se trabaja juntos, con una misma visión y misión, se encuentra la experiencia fundamental del pertenecer. Uno de los temas hoy más frecuentes en las realidades organizativas, tanto privadas cuanto públicas, es el del sentido de pertenencia que nace de la experiencia de la identificación con los valores, las finalidades, las relaciones con las personas que forman parte de la institución. Se expresa a través de la participación y la implicación personal y, a nivel emotivo, a través de
un sentido de “orgullo” de pertenecer a la institución. Esto conlleva otros elementos, como la confianza, el placer, la motivación, el reconocimiento y fuertes motivos de pertenencia, que favorecen en las personas la disponibilidad a poner en juego todos sus recursos para compartir las opciones y los proyectos de la institución.
Se sabe que, en las dinámicas organizativas, las organizaciones, fruto de un motivo ideal, viven o “sobre-viven” gracias a la presencia de personas que estén fuertemente motivadas, las cuales, precisamente por ello, logran mantener alto el clima y la cultura de la organización. Cuando llegan los momentos de crisis y decae el entusiasmo por el ideal, son las personas más motivadas quienes reaccionan y hacen crecer la motivación de todos los otros miembros, y, así, guían el cambio.
¿QUÉ CULTURA Y QUÉ COMUNICACIÓN INTERNA?
Frente a la nueva demanda de comunicación, que hace referencia a instancias de pertenencia, de relaciones personalizantes, a la necesidad de reconocerse continuamente para no perder la propia identidad, de sentirse seguros mediante lazos profundos vista la creciente provisionalidad, la comunidad, en cuanto organización con sus interacciones y modalidades relacionales propias, debe encontrar un nuevo modo de comunicación interna, que haga posible la convivencia con la multiplicidad de funciones y de pertenencias a las que son llamadas las personas, en el juego de las responsabilidades personales y de la novedad del Espíritu.
La dimensión relacional y comunicativa representa un punto de referencia significativo e insustituible en los estudios sobre las organizaciones, sea empresariales, sea educativas o religiosas, que puede aumentar la vitalidad de un organismo, pero también bloquear su dinamismo e iniciativa.
En el ámbito del management o de la psicología del trabajo o de la orientación, junto a la dimensión relacional se han identificado otras cuatro dimensiones, que constituyen los pun-tos cardinales de un nuevo modo de concebir el trabajo y la comunicación interna en el contexto empresarial: dimensión plural/compleja, dimensión subjetivo/autobiográfica, dimensión ético/valorial, dimensión estético/afectiva .
Es interesante notar la recuperación, a nivel de las ciencias psicológicas y sociológicas, de la dimensión ético/valorial y de la dimensión subjetivo/autobiográfica, que muestran la valoración de la centralidad de la persona y de los valores ideales de los que es portadora y en torno a los cuales construye su identidad.
UNA CLARA IDENTIDAD VOCACIONAL (VISIÓN) Y UN MANDATO COHERENTE (MISIÓN)
En un escenario de gran complejidad y de fragmentación difusa, la vitalidad y buena salud de una organización dependen de su capacidad de expresar y de mantener firme la propia identidad en coherencia con sus fines institucionales y con su visión de la realidad, y también con los principios que la sostienen y los valores vocacionales que dan sentido a toda actividad
o finalización.
¿Qué significa, entonces, dar vitalidad a las comunidades religiosas para que sean re-significadas en su ser y en su actuar? Quiere decir, ante todo, dar vitalidad vocacional, o sea, hacer que la vocación vuelva a encontrar su razón de ser profunda en la misión, en la tarea eclesial o civil que le ha sido confiada. Significa hacer que la espiritualidad dé unidad y sentido a la vida: no podrá haber una tarea o misión significativa sin el núcleo central que mueve todo.
En términos organizativos, esto implica privilegiar las relaciones, cultivar la apertura de las comunidades y comprometerse a una continua reconversión de cuanto existe, con audacia creativa.
Además, desde el punto de vista de la gestión, es importante promover la creación de lugares/espacios de diálogo, de escucha, de confrontación, no solamente para compartir los valores e ideales, sino también para proyectar y verificar el camino personal y comunitario, la acción educativa y pastoral, de manera que sea posible re-centrar el propio ser y el propio actuar en torno al núcleo y al sentido profundo de la propia vocación-misión.
UN ESTILO DE GOBIERNO (GOVERNANCE) ESTABLE Y DEFINITIVO
Es importante, para un buen funcionamiento de una organización, cuidar la governance, para que sea cada vez más participativa e implique en sus decisiones a todos los miembros de la comunidad. Esto exige que, como punto de partida, haya un fuerte sentido de pertenencia, además de la tensión hacia el ideal y la búsqueda de la calidad de la vida y de las relaciones. Exige la presencia de una regla y de reglas que estén bien definidas, que sirvan como punto cierto y horizonte de referencia a la hora de asumir las decisiones y en coherencia con el carisma-vocación.
Un buen modelo de governance tiende a conducir a la unidad las exigencias de los individuos y los valores vocacionales de la comunidad, favoreciendo la coherencia entre los diversos miembros responsables y los objetivos para los que nació la institución y que justifican su existencia.
Además, sobre todo por parte de los responsables de la animación y de la coordinación de la comunidad, no puede faltar la atención a vigilar algunas áreas de compromiso personal y comunitario que manifiestan su proyectualidad para una calidad de vida y de misión.
Se presupone, pues, que las actividades y tareas operativas sean definidas y reconocidas por todos, y sobre todo que se valoren los recursos.
UN CLIMA Y UNA CULTURA ORGANIZATIVAS
Un índice de calidad y vitalidad de una organización es el “clima”, la atmósfera que se res-pira dentro del grupo o de la comunidad. Efectivamente, el clima es lo que condiciona todo cuanto sucede en la institución, desde el desempeño de la propia tarea-misión, hasta la relación con los superiores y los colegas. Se sabe por experiencia que un buen clima, sobre todo relacional, permite alcanzar con mayor facilidad los objetivos y obtener buenos resultados en el trabajo. Así se comprende porqué se puede facilitar una buena gestión si en la comunidad religiosa se crean buenas relaciones de fraternidad y de comunión, que hallan el pro-pio fundamento en la fidelidad a los ideales y a los valores evangélicos profesados.
En una perspectiva organizativa, es también importante poner atención a las dotes culturales de la comunidad religiosa. O sea, hay que preguntarse: ¿cuál es la cultura organizativa que cada comunidad expresa, de manera explícita o implícita, a través de sus opciones, sus comportamientos, sus prioridades? O sea, ¿cuáles son los valores, las convicciones de fondo, las creencias y los significados comunes y compartidos, cuáles son, a fin de cuentas, las concepciones del mundo y de la realidad, de la persona, del tiempo y del espacio, de los estilos de convivencia y de las relaciones interpersonales, que orientan el actuar de las comunidades?
La experiencia dice que, frecuentemente, la raíz de los problemas es de naturaleza cultural,
o sea, depende de la manera de concebir la realidad y de percibirse a sí mismos en relación a esa realidad.
LA FUNCIÓN «NARRATIVA» EN LA ORGANIZA-CIÓN DEL INSTITUTO Y DE LAS COMUNIDADES
Quisiera subrayar un último aspecto, aunque habría otros muchos que merecerían atención, relacionado a lo que constituye el núcleo central de toda institución, y más aún de un instituto o comunidad religiosa. Sin memoria, sin narración, no existe construcción de identidad: esto vale a nivel de desarrollo individual, y también a nivel comunitario o institucional.
Para volver a la riqueza y vitalidad de un carisma, como estaba presente en los orígenes de un instituto, es necesario “hacer memoria”. Esto significa, ante todo, no tanto recordar fechas históricas (celebrar aniversarios), ni tampoco “rescribir” la historia (lo cual me parece muy importante para la memoria), sino más bien tomar conciencia del valor simbólico del pasado a través de la narración de algunos testigos privilegiados, como por ejemplo los fundadores, que en su experiencia vocacional han vivido e interpretado los valores del seguimiento y han sabido transmitirlos a las nuevas generaciones. Su “sueño” originario, hecho realidad en la vida de las primeras comunidades del Instituto, sigue inspirando a los individuos y a las comunidades en la medida en que haya personas “carismáticas” que sepan “narrar”, con la vida más que con las palabras, el don recibido.
“No es lícito definir utópico
algo en lo que todavía no hemos
puesto a prueba nuestra fuerza”
(Martin Buber)
1 La crisis se puede producir cuando las instituciones de vida consagrada, con el pasar del tiempo, se alejan del carisma o de la inspiración originaria, bien por un pro-ceso de institucionalización errado, bien por un pro-gresivo alejamiento del presente, o sea del contexto cultural contemporaneo. Para profundizar el argu-mento, véase NAVAPier Luigi, Il custode del ponte. Variazioni sulla distinzione delle istituzioni di vita consacrata, en Vita Consacrata 37(2001)1,13-26.
2 La hipótesis de una lectura de la situación de la vida consagrada en términos de “ciclo de vida”, utilizando el modelo biográfico, se está difundiendo en estos últi-mos años, aunque la intuición se remonta a la intere-sante obra de R. Hostie (1920-1999), un jesuita que ya en 1972 publicó un volumen titulado «Vie et mort des ordres religieux. Approches psychosociologique» en la editorial Desclée de Brouwer, traducida al español y al inglés.
3 Véase al respecto el interesante studio de TACCONI Giuseppe, Alla ricerca di nuove identità. Formazione e organizzazione nelle comunità religiose di vita apos-tolica attiva nel tempo della crisi, Torino (Leumann), ElleDiCi 2001.
4 Cf . BARONE Matteo – FONTANA Andrea, Pros-pettive per la comunicazione interna e il benessere organizzativo, Milano, FrancoAngeli 2005, 23-37.