Si hay un rasgo que debe caracterizar al liderazgo es que debe servir al carisma. Abocados a la desaparición de un buen número de familias religiosas, no desaparecerá esa inmensa fecundidad del Espíritu, porque los carismas no mueren.
Los depositarios de los carismas, las personas, encuentran no pocas dificultades para ser ofrenda limpia de ese don del Espíritu. La primera y más significativa está en el corazón mismo de la persona. El carisma invita al sueño de lo imposible y a la realización de lo que la razón llama improbable… la búsqueda personal tiende, sin embargo, a trayectos de poca creatividad que no cuestionen el confort y tranquilidad alcanzados. Vivir desde el carisma conlleva la radicalidad de asumir el vértigo de los valores del Reino como guía de la vida y misión.
La paradoja de nuestro tiempo es que, dadas las circunstancias de inseguridad y miedo al mañana, no estamos optando tanto por los carismas, cuanto por aquellas obras que se nos muestran más seguras, tengan que ver con el carisma o no; estemos presentes en ellas o no; evangelicen o no… lo importante es que nos den rentabilidad y, a ser posible, buen nombre. Una revisión de presencias desde el carisma, tengan por seguro que transformaría la faz y el fondo de las congregaciones, en cuanto a sus presencias y comunidades se refiere.
El liderazgo que, como decía, tiene como primera misión ser valedor del carisma, tiene que prepararse a fondo para poder escucharlo y asumirlo. Esto es, acercarse a la realidad de cada miembro de su congregación para entender, acoger, valorar y, si es necesario, reorientar el vivir desde la verdad de ese carisma. La escucha de los valores que encarna el carisma libera al servicio de liderazgo del pecado, bastante frecuente, de acciones obedientes a impulsos, omisiones, acepción de personas o la cruel indiferencia.
Cuando el liderazgo no es profundamente carismático, se transforma en un ejercicio de poder decadente que arrastra la esperanza y los signos de vida de la familia religiosa y, casi, cumplen, de manera milimétrica, los rasgos que Ross Douthat describía en su libro La Sociedad decadente (2020): estancamiento, esterilidad, esclerosis y repetición.
El estancamiento, significa que se adoptan ideas de apariencia nueva, pero solo es barniz y copia de unas congregaciones a otras; son comisiones y reuniones donde se jalean teorías y un reparto de “tronos” entre afines. La esterilidad, es una conjura muy frecuente para seguir donde estamos, y como estamos, y quienes estamos, en una autocomplacencia absolutamente estéril. Se desprecia la crítica y no se busca la aportación ni la participación. Se cuenta solo con la sumisión. La esclerosis, o endurecimiento de los tejidos y relaciones dentro de las congregaciones. Pueden aparecer, incluso, formas agresivas que recuerdan a “empresarios tiranos propietarios” dirigiéndose a siervos. Se llega a un punto de enfermedad en el que no hay posibilidad de cambio, porque la misma necesidad de cambio se considera enferma. No se verbaliza, pero está instalada la conciencia de final. La repetición, o la miopía de pensar que “no hay nada nuevo bajo el sol” y se repiten propuestas, acciones y estilos del ya lejano siglo XX. Son reuniones y modos de participación que buscan la vuelta a una ya muy lejana etapa de formación.
Ese círculo decadente puede sostener a algunas personas que, con buena fe, lideran sus congregaciones. El estancamiento, la esterilidad, la esclerosis y la repetición son síntomas silenciosos de una enfermedad grave. Por un lado, anuncian la desconexión del liderazgo respecto del carisma y la vida de los hermanos o hermanas, y, por otro, la sucesión de estas actitudes conduce, irreparablemente, a la no participación de los miembros de las congregaciones y al silencio. Desconexión de unos y no participación de otros constituyen una parálisis de la innovación y, en consecuencia, una contribución eficaz a la muerte de la comunidad o congregación. El arte del liderazgo consiste en ser capaces de levantar la mirada, “ver lo que otros no ven” y crear lazos de participación de todos, dando protagonismo a cada uno. De lo contrario caminamos hacia comunidades sin forma ni sentido donde colocamos personas, cuál pieza de puzle, pidiéndoles que vean, oigan y callen. O sea, que lentamente mueran.