Hay un corazón que late dentro de la historia, que necesitamos aprender a escuchar, para no quedarnos en la epidermis de la vida y unificar todas las dimensiones de la existencia.
Si entramos en diálogo con la realidad, del trasiego humano emerge una sed profunda que nos es común a todos: sed de unidad y paz. Y si alguna melodía nos ha acompañado durante todo este Año Jubilar 2025, ha sido la melodía de la unidad, como el tesoro a custodiar dentro y fuera de nosotros, en cada comunidad, en toda la Iglesia y en el mundo entero.
Para San Bernardo la perla de gran valor de la parábola es la unidad (Sermones Varios 65, 2-3). Ninguna perla de la vida hemos de despreciar, cada una te va conduciendo en el caminar, hasta llegar a la de gran valor. Pero este camino no está exento de dificultades.
San Bernardo, en otro de sus escritos, nos señala tres obstáculos que encuentra la unidad: “La presunción, el apocamiento y la ligereza […] Pero, poco vale enumerar estos vicios, si no añadimos los remedios […] Contra la jactancia, presentemos la consideración de nuestra propia fragilidad […] Contra la pusilanimidad, apoyémonos confiados en la fuerza de Dios […] Y contra la superficialidad, acude al consejo del anciano, para evitar las teorías novedosas y peregrinas” (Sermón 5, 12 en la Asunción de Santa María)
Ante la experiencia del vaso de barro que somos todos, nos podemos quedar escépticos, y dejar que todo esto nos entre por un oído, y nos salga por otro, como si fuera música celestial, siguiendo en nuestras urgencias diarias y en las rutinas, sin que nada nos toque la vida y la cambie.
Estoy convencida que cada ser es único, no hay dos iguales, y cada uno tiene un camino que recorrer, no hay dos caminos iguales. Entonces: ¿Por qué mirar el camino del otro, y compararlo con el nuestro, llenándonos de quejas? Recordemos que la comparación conduce a la envidia, y esta nos impide caminar gozosamente por nuestro propio sendero, único y entrañable, el que recorremos en diálogo con Jesús y junto a la comunidad. Su Palabra tiene la fuerza de sostener la vida, y llenar de sentido cada jornada, abriéndonos al perdón, que hace nuevas todas las cosas. Y nuestras palabras, y las de los demás, contribuyne a renovar las ganas de más unidad, más entrega, más acogida mutua, más… hasta que nos llamen la “generación del “más”.
Cuando despreciamos los dones de los demás, despreciamos a Dios, que es el origen y meta de todo don. No olvidemos lo aprendido en la formación inicial: “el antídoto de la envidia es la gratitud”, en ello coinciden todos los expertos. Es importante pasar de la comparación a la acción de gracias.
Siempre me impresiona la vuelta de los setenta y dos discípulos de Jesús. Cuando vuelven de la misión contentos, porque hasta se les someten los demonios (cf. Lc 10, 17), y a la vista de todos es un éxito rotundo, es tener un lugar y un nombre importantes. Entonces, Jesús les dice:
“[…] Nada os hará daño alguno. Sin embargo, no estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo. En aquella hora, se llenó de alegría en el Espíritu Santo y dijo: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a los pequeños” (Lc 10, 19-21).
Nuestra alegría está en ser convocados cada día por Jesús, que pronuncia nuestro nombre, inscrito en el cielo, y el nombre de todos los miembros de la comunidad, y nos llama cada día uno por uno a ser discípulos, es decir, a no vivir ya para nosotros mismos, para nuestros criterios, para nuestra forma de ver las cosas, esperando que los demás entren por mi lógica.
Estos pequeños pasos conducen a renovar la unidad, tan frágil y tan frecuentemente deteriorada. Y esta breve comunicación no busca más que motivarnos, y alentarnos unos a otros, a recorrer este camino hacia la perla de gran valor.





