(Fernando Millán). Hace algún tiempo me contaba sus cuitas un joven amigo que había tenido un desengaño amoroso. Tuvimos una larga conversación y yo intenté animarle y le insistí en que la vida sigue, que mejor ahora que más adelante y todos esos tópicos que usamos los que somos ya más mayores y hemos criado costra en las heridas del alma… Lo curioso es que lo que más le había dolido era que, de recibir cariñosos correos personales, había pasado ahora a recibir sólo correos colectivos, de esos que te mandan con algún Power-point muy ingenioso o con un link de alguna escena muy graciosa, y que van dirigidos a esa triste categoría de “undisclosed recipients”. Esta expresión de nuestro lenguaje digital se suele traducir como “destinatarios no revelados”, pero todos sabemos que, en realidad, lo que significa en muchos casos es que formas parte de un destinatario colectivo, de un grupo, probablemente muy amplio, de conocidos, de amistades varias, de personas más o menos interesadas en un tema o, peor aún, que por cualquier motivo estás (solamente eso) en la lista de correos de esa persona.
A veces puede ser bastante decepcionante. Seguro que todos tenéis la experiencia de recibir un cariñoso correo, sobre todo en Navidad, y descubrir después que va dirigido a un montón de gente y se te queda cara de pasmo. Pues a mi joven amigo, eso era lo que más le dolía: haber pasado a ser un anónimo de los “undisclosed recipients”, y cada e-mail se convertía para él en un dolor punzante. Y la verdad es que no andaba descaminado.
A mí -que soy un sentimental- me vino a la mente el cuento jasídico que hablaba de Dios como un niño que llora cuando juega al escondite y nadie le busca. Me recordó también al “pastorcico” del hermosísimo poema de Juan de la Cruz (inspirado en poemas pastoriles anteriores), al que lo que más le dolía (como a mi amiguete) era sospechar que había sido olvidado: “Que sólo de pensar que está olvidado/ de su bella pastora, con gran pena/ se deja maltratar en tierra ajena/ el pecho del amor muy lastimado”.
El poema tiene una lectura cristológica honda y maravillosa y siempre que lo leo se me ponen los pelos como escarpias. En este caso, entre mi amigo y el poeta carmelita, me recordaron que cada persona es única, que para Dios no hay “undisclosed recipients” y que, para nosotros (al menos en lo esencial y más hermoso de la vida), tampoco debería haberlos.