Una y santa

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Los Símbolos de la fe caracterizan a la Iglesia con estos cuatro atributos: una, santa, católica y apostólica. Se trata de cuatro rasgos esenciales de la Iglesia y su misión. Hoy estas notas o rasgos precisan de una nueva explicación precisamente porque nuestros contemporáneos, incluidos muchos buenos creyentes, también observan, a veces escandalizados, la pluralidad de Iglesias o el pecado de la Iglesia, o se preguntan si su origen apostólico implica un tipo de gobierno no democrático.

La Iglesia es una porque toda ella se reclama del único Cristo que vino para reconciliar a todos los seres humanos, uniéndolos en un solo cuerpo (cf. Ef 2,16; 1 Cor 12,12); y porque él mismo pidió al Padre la unidad de los suyos como signo para que el mundo creyera (Jn 17,21). En la Iglesia hay carismas y funciones distintas, pero el Espíritu Santo, que habita en los corazones de los creyentes, los une a todos en el amor y hace que todos los dones y carismas estén al servicio de la edificación de la comunidad. La Iglesia es una porque toda ella confiesa la misma fe, celebra los mismos sacramentos y obedece a los mismos pastores. Y, sin embargo, ya desde los comienzos de la Iglesia surgieron divisiones, rupturas, que con el tiempo han dado lugar a Iglesias separadas: las distintas Iglesias ortodoxas, la anglicana, la católico-romana, las surgidas de la reforma luterana. Hoy, en Ginebra, funciona el llamado “Consejo Ecuménico de las Iglesias” que, si por una parte, es la confesión palmaria de una división, por otra es el anhelo de una vuelta a la unidad. Por su parte, la Iglesia católico-romana reconoce que en las escisiones ha habido “culpa de los hombres de una y otra parte”. Más aún, que en las Iglesias separadas pueden encontrarse “muchísimos y muy valiosos elementos o bienes que edifican y dan vida a la Iglesia” (Unitatis Redintegratio, 3). Ella, juntamente con las otras Iglesia, favorece el ecumenismo y trabaja por una unidad que no tenga que traducirse en uniformidad.

La Iglesia es santa porque está santificada por el Espíritu y porque dispone de medios de santificación. Si el Espíritu Santo es el que santifica a la Iglesia es porque por ella misma no es santa y necesita ser santificada. Si dispone de medios de santificación es porque sus miembros deben continuamente recurrir a ellos. La Iglesia está formada por pecadores. De ahí que al mismo tiempo es santa y está necesitada de purificación. Y avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación (Lumen Gentium, 8). Por eso la santidad de la Iglesia, aquí en la tierra, es “todavía imperfecta” (Lumen Gentium, 48). Así se comprende que los cristianos, que somos la Iglesia y la constituimos, cada día debemos pedir sinceramente al Señor que nos perdone nuestras deudas. El Apóstol Pablo, se dirigía a los cristianos de las diferentes comunidades, llamándolos “santos por vocación” (Rm 1,7), “elegidos para ser santos” (Ef 1,4) consciente como era de sus deficiencias y pecados. De ahí este paradójico calificativo: “los santificados, llamados a ser santos” (1 Co 1,2).