En el Evangelio de hoy, viernes 25 de febrero, aparece la confrontación de Jesús con los fariseos en torno a la cuestión del acta de repudio. Sin entrar en análisis exegéticos, me quedé con la sensación de la dureza de las palabras del gran profeta. Dureza para muchas personas que perdieron la autenticidad del sueño amoroso de ser «una sola carne». Jesús remite a plan original de Dios, a la salvación ya realizada del relato del Génesis, entre las sombras del pecado de querer ser como dioses.
Cuando la carne se rompe, deja de ser una, el dolor es inmenso. Un dolor intenso y profundo que rasga y que deja malherido en lo más íntimo. Y ese dolor se hace mas palpable dentro de la comunidad eclesial. No entro a valorar la normativa sobre este aspecto, simplemente percibo el dolor de aquellos que están rotos por dentro; la esperanza renovada de los que vuelven a saborear el regalo de ser otra vez una sola carne; el acercarse a la mesa compartida en comunión plena (ninguno somos dignos, todos somos invitados entre las sombras de nuestras vidas).
Y tengo la suerte de contemplar, algunas veces, el poder sanador de los que se sienten de nuevo en casa, el abrazo intenso del Padre, el anillo, el comer juntos porque hay que celebrar que estaba perdido y ha vuelto. Nuestra carne débil comiendo de la carne del Hijo, todos del mismo pan y del mismo cáliz, herida restañada por gracia acogedora, sueño originario de amor, una sola carne.