Al acercarnos a Él, también nosotros, como piedras vivas, vamos entrando en la construcción del templo espiritual, formando un sacerdocio santo, destinado a ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por Cristo Jesús” (cf. 1Pe 2,3-5).
Esto es lo que ahora voy a compartir con cuantos sientan la llamada a vivir un amor apasionado a la Iglesia de Cristo: unas notas sobre el camino espiritual que, como piedras vivas en el templo de Dios, nos disponemos a recorrer.
Intuimos la belleza de una vida, no importa si de hombre o mujer, si de laico o religioso, si de joven o anciano, si de persona débil o fuerte, que haya llegado a ser sacramento –imagen real, presencia real, evidencia– del amor de Cristo Jesús a su Iglesia. Intuimos la hondura de una vida que sea sacramento de la oración de Cristo Jesús por su Iglesia, una vida que haga presente la entrega de Cristo Jesús por su Iglesia, una vida que transparente la comunión de Cristo Jesús con su Iglesia.
Intuimos belleza y hondura de una vida que, por el amor con que se ocupa del cuerpo de Cristo que es la Iglesia, sea imagen real de la fe con la que la Virgen María acogió a su hijo Jesús, y de los cuidados con los que rodeó la vida de aquel hijo de su fe.
Lo que aquí comparto con vosotros es una guía para el camino de quienes se proponen amar a la Iglesia como Cristo Jesús la amó, cuidar de ella como María de Nazaret cuidó de su hijo Jesús: Es una guía para quienes se sientan llamados a imitar ese amor y esos cuidados.
Feliz y dichoso camino para hacernos Iglesia y hacer Iglesia.
Feliz camino de servicio al cuerpo de Cristo que es la Iglesia.
«Francisco, ve y repara mi casa»
Cuando se trata de vocación, no somos nosotros los que elegimos el modo de servir a Dios sino que es Él quien nos elige y, por la acción de su Espíritu, nos indica el modo en que desea le sirvamos; no somos nosotros quienes proponemos a Dios nuestro proyecto sino que es Dios quien nos propone el suyo; no somos nosotros quienes hemos de señalar objetivos por los que luchar, sino que hemos de discernir lo que el Señor quiere de nosotros.
Así lo hicieron los santos.
Así queremos hacerlo quienes, como ellos, somos llamados a la santidad.
De ese proceso de discernimiento de la voluntad de Dios en la propia vida, nos dejó testimonio en su vida san Francisco de Asís.
En medio de oscuridades y sufrimientos, el hermano Francisco –en aquel momento todos lo consideraban el desquiciado Francisco– hubo de buscar con determinación cuáles fuesen los designios de Dios para él.
Esa búsqueda implicó soledad, desconcierto, lágrimas, acercamiento a los pobres –a los leprosos–, oración. Francisco lo recuerda así:
“El Señor me dio a mí, el hermano Francisco, el comenzar de este modo a hacer penitencia: pues, como estaba en pecado, me parecía extremadamente amargo ver a los leprosos; pero el Señor mismo me llevó entre ellos, y practiqué con ellos la misericordia. Y, al separarme de ellos, lo que me parecía amargo se me convirtió en dulzura del alma y del cuerpo; y después de un poco de tiempo salí del mundo”1.
Creo que en nuestro camino de acercamiento al Señor y de discernimiento de nuestro compromiso con la Iglesia, podemos hacer nuestra la oración del hermano Francisco “ante el Cristo de san Damián”, humilde oración en busca de conocimiento de la voluntad del Señor:
“Sumo y glorioso Dios, ilumina las tinieblas de mi corazón y dame fe recta, esperanza cierta, caridad perfecta, sentido y conocimiento, Señor, para que cumpla tu santo y veraz mandamiento”2.
Solo Dios puede iluminar acerca de su santa voluntad.
Solo Dios puede darnos la fe, la esperanza y el amor que necesitamos para adherirnos a su santa voluntad.
Solo Él puede darnos “sentido y conocimiento” para que en nuestra vida cumplamos “el mandato” que el Señor nos haya concedido conocer.
Esto fue lo que sucedió con el hermano Francisco –lo cuenta san Buenaventura en su Leyenda Mayor–:
“Como quiera que el siervo del Altísimo no tenía en su vida más maestro que Cristo, plugo a la divina clemencia colmarlo de nuevos favores visitándole con la dulzura de su gracia. Prueba de ello es el siguiente hecho. Salió un día Francisco al campo a meditar, y al pasear junto a la iglesia de san Damián, cuya vetusta fábrica amenazaba ruina, entró en ella –movido por el Espíritu– a hacer oración; y mientras oraba postrado ante la imagen del Crucificado, de pronto se sintió inundado de una gran consolación espiritual. Fijó sus ojos, arrasados en lágrimas, en la cruz del Señor, y he aquí que oyó con sus oídos corporales una voz, procedente de la misma cruz, que le dijo tres veces: «Francisco, vete y repara mi casa, que, como ves, está a punto de arruinarse toda ella»3.
Creo que las palabras de Cristo a Francisco pueden ser una muy buena síntesis de nuestro compromiso con la Iglesia de la que somos hijos, esbozo de un carisma que el Señor nos llama a vivir en estos tiempos en que el espíritu del mal parece haber reclamado de nuevo a los discípulos de Jesús “para cribarnos como trigo” (cf. Lc 22,31), tiempos de pasión y prueba, tiempos de esperanza y fortaleza.
No hallaremos nuestro camino si no buscamos espacios y tiempos para la oración, si no entramos como Francisco en lo secreto de nuestro interior y nos ponemos a la escucha de Cristo Jesús, nuestro Señor glorificado en la cruz.
Pero si buscamos y entramos, aquel «vete y repara mi casa» que Francisco escuchó, hoy lo escucharemos dicho para nosotros.
Se ha hecho necesaria una comunidad de hombres y mujeres enamorados de Cristo Jesús, que se preocupen por la casa –por el cuerpo– de Cristo Jesús, que es la Iglesia, hombres y mujeres que amen a la Iglesia como la ama Cristo Jesús, que acudan en su necesidad como cuidaba a Jesús su Madre Santísima, que en todo tiempo y lugar sirvan a la Iglesia como la sirvieron los santos.
Amar, cuidar, servir: al otro lado de esos verbos están la Iglesia que somos y la Iglesia que soñamos.
Jesús la imaginó pequeña como grano de mostaza, y creciendo hasta hacerse enramada acogedora en la que anidan las aves del cielo (cf. Mt 13,31-32).
Y la comparó también a la levadura, siempre poca cosa si comparada con la masa, pero que aun así, ése es un poco que todo lo fermenta (cf. Mt 13,33).
Todos soñamos una Iglesia que sea comunidad de esperanza, comunidad que sepa de amor porque se sabe amada, comunidad que sepa de acoger porque se sabe acogida.
Todos soñamos una Iglesia, comunidad de hombres y mujeres que perseveran en la escucha de la Palabra de Dios, en comunión fraterna, en la fracción del pan y en las oraciones; una Iglesia en la que se comparte lo que es posible compartir; una Iglesia que tiene como sello de autenticidad la alegría, la sencillez de corazón y la alabanza a su Dios y Señor (cf. Hch 2,42. 44-47).
Soñamos una Iglesia pobre y de los pobres –por algún lugar lo dejó dicho el papa Francisco–.
Soñamos una Iglesia que sea una bendición de Dios para el mundo entero, una bendición para todos los necesitados de sentir sobre sus vidas el bien, el todo bien, el sumo bien que es Dios.
Y se nos pide que nos entreguemos por ella como se entregó Jesús, que la cuidemos con amor de madres, que la sirvamos con amor de hijos.
Al otro lado de nuestro amor está la casa del Señor que hemos de reparar.
Una personal anunciación
María de Nazaret, Francisco de Asís, y tú también, hermano mío, hermana mía, todos hemos tenido nuestra personal anunciación: una voz que llega del misterio, del ángel del Señor, de la cruz que guarda la imagen del Crucificado; una voz que llega de fuera y se nos queda dentro; una voz que conturba y estremece y pide la entrega creyente de todo nuestro ser. También en nuestra anunciación hay sorpresa, sobresalto, consolación, entrega; también en nuestra anunciación hay obediencia de fe; también aquí hay un «sí», un «hágase en mí», un «heme aquí, envíame».
Paciente discernimiento
Las palabras del Crucificado habían resonado con claridad en el oído y en el alma de Francisco, y allí quedaron grabadas para siempre.
Pero Francisco hubo de aprender, tropezando, el significado que tenían para él las palabras de aquella anunciación.
A la oración –a la escucha en lo secreto del corazón– habrá de hacer siempre compañía el discernimiento.
Esto es lo que le pasó al hermano Francisco:
Quedó estremecido Francisco, pues estaba solo en la iglesia, al percibir voz tan maravillosa, y, sintiendo en su corazón el poder de la palabra divina, fue arrebatado en éxtasis. Vuelto en sí, se dispone a obedecer, y concentra todo su esfuerzo en la decisión de reparar materialmente la iglesia, aunque la voz divina se refería principalmente a la reparación de la Iglesia que Cristo adquirió con su sangre, según el Espíritu Santo se lo dio a entender, y el mismo Francisco lo reveló más tarde a sus hermanos4.
Puedes adivinar el estremecimiento por la revelación interior. Seguramente que conoces por experiencia el poder de la palabra divina. Fíjate ahora en los verbos de la respuesta creyente al mensaje recibido: “disponerse a obedecer”; “concentrar el esfuerzo en la decisión de reparar materialmente la Iglesia”.
Es admirable la fe, la confianza, la docilidad, la determinación con la que Francisco se pone a obedecer el mandato que ha recibido.
No importa si se equivoca de construcción al ponerse a reparar los muros de aquella capilla de san Damián, a los que la voz del Cristo no se refería. La fe, la confianza, la docilidad, la determinación de aquel enamorado estaban reparando ya, ¡y de qué manera!, la Iglesia que Cristo adquirió con su sangre.
Nadie nos reprochará que nos equivoquemos de muro.
Lo penoso sería que, del santuario de nuestra anunciación, nos marchásemos tristes porque no estamos dispuestos a mancharnos de barro, a oler a pobre, a renunciar a todo.
Obreros de Dios: «Oración», «sacrificio», «consagración»
En esta hora de la Iglesia, la voz del Señor nos llama a vivir un particular servicio al Reino de Dios: nos llama a ser obreros de Dios para la Iglesia de Cristo –o, lo que es lo mismo, nos llama a reparar la casa del Señor–.
Y podemos serlo de muchas maneras. Quiero fijarme solo en las que se nos permite ver en toda anunciación: «oración», «sacrificio», «consagración»; o lo que es lo mismo: «escucha», «obediencia», «entrega».
En el corazón de esta forma de vida está Cristo Jesús.
En Él, Dios se nos reveló como amor sin medida, como misericordia sin límite, como bondad que a todos abraza, como buena noticia que a todos se ofrece.
Si tratáis con Él, habréis experimentado que Cristo Jesús es gracia en la que siempre podemos hermosear nuestra vida, es fuego en el que siempre podemos quemar nuestras miserias, es dulzura en la que siempre podemos mitigar nuestras amarguras.
Si tratáis con Él, habréis entrado en el misterio del amor divino, y sabréis del amor que Cristo Jesús os tiene y del que nosotros le tenemos, del amor que hizo pobre a Dios y sacramento de Dios a los pobres.
Si tratáis con Él –si nos encontramos con Él en la oración–, sabréis reconocerle donde está, y sabréis qué hacer para amarle allí donde lo hayáis reconocido.
Lo reconoceremos: en la comunidad eclesial –en el cuerpo de Cristo que es la Iglesia–, en la Palabra de Dios proclamada en la comunidad, en la Eucaristía celebrada en la comunidad, en los pobres a quienes somos enviados por la Palabra que escuchamos y la Eucaristía que celebramos en la comunidad.
Amar y servir a Cristo Jesús es expresión primera y necesaria de la fe en Él.
Solo si le amamos y servimos, podremos decir que creemos en Él, pues amarnos y servirnos fue su modo de creer en nosotros: Él “nos amó y se entregó por nosotros” (cf. Gal 2,20); Él, siendo el Maestro y el Señor, se hizo nuestro servidor, se puso a nuestros pies para que tuviésemos parte con Él (cf. Jn 13,8); y “siendo de condición divina, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos” (Filp 2,6-7).
Hemos dicho: “amar y servir a Cristo Jesús”, y hacerlo como Él lo hizo con nosotros; y eso significa: vivir para Cristo Jesús como Él vivió para nosotros.
Como veis, solo la fe en Cristo Jesús –la confianza en Él, el apego a Él, el abandono en Él–, la esperanza que Él nos da, el amor que Él nos tiene, el amor que le tenemos, pueden sostener esa forma carismática de vida que es «vivir para la Iglesia de Cristo –vivir para el cuerpo de Cristo que es la Iglesia–».
La fe, la esperanza y el amor son condición necesaria para que acojamos en nuestra vida el carisma del servicio a Cristo en su cuerpo que es la Iglesia.
Pero no acogeremos el carisma si dentro de nosotros no ha resonado con fuerza el grito de dolor de la comunidad eclesial.
No hace falta que se nos diga la necesidad que tiene la Iglesia de ser acudida, pues siendo ella Madre siempre Santa, siempre llena de gracia, siempre inmaculada, es Madre siempre herida por la indiferencia de sus hijos, por la incredulidad de sus hijos, por las idolatrías de sus hijos, de los que ya lo son porque están bautizados, y de los que están llamados a serlo, que es la humanidad entera.
Esa Iglesia herida es el cuerpo de Cristo Jesús a quien amamos.
Quien haya escuchado su grito –grito silencioso de aquel abandonado medio muerto al borde del camino– y haya acogido la llamada a vendar sus heridas y curarlas, lo hará con el ungüento de la oración, el vino de la obediencia, el salario de la propia vida (cf. Lc 10,30-35).
Oración, obediencia, consagración, se dan la mano para que, hecha la opción que consideremos más en consonancia con nuestra forma de vida, todos y con todo el corazón amemos a Cristo en su Iglesia.
1 Testamento, 1-3: En san Francisco de Asís, Escritos. Biografías. Documentos de la época. Edición preparada por José Antonio Guerra. Nueva edición. Biblioteca de Autores Cristianos (Madrid 2003) 145.
2 Oración ante el Cristo de san Damián, 1-3: En san Francisco de Asís, Escritos… 28.
3 San Buenaventura, Leyenda mayor, II, 1: En san Francisco de Asís, Escritos. Biografías… 403.
4 San Buenaventura, Leyenda mayor, II, 1: En san Francisco de Asís, Escritos. Biografías… 403.