Me dispongo a escribir el comentario a la liturgia de Navidad. Tengo delante de mí los textos para la Misa vespertina, en la Vigilia de la solemnidad. Y guardo dentro de mí la memoria amarga de los emigrantes pobres que, a millares, en este año que ahora termina, quedaron sepultados en el camino hacia un futuro que soñaron como mejor. Me pregunto qué nombre les ha dado a ellos la Navidad.
Una noche “cambia-nombres”
Los verbos de la venida del Señor a nuestra debilidad, se conjugan todavía en futuro, pero ya se adivina la gloria de su nacimiento: “El Señor vendrá y nos salvará… mañana contemplaréis su gloria”. “Se revelará la gloria del Señor, y todos verán la salvación de nuestro Dios”.
Ésta es la noche, en la que se anuncia para todos la paz que viene de Dios, y se anuncia para el cielo una justicia humana que sube nueva y luminosa desde la tierra.
Ésta es la noche en la que, borrada la maldad que nos oprime, será nuestro rey el Salvador del mundo.
Ésta es la noche en la que, dándonos a su Unigénito, Dios nos declara su amor.
Para Dios y para nosotros, ésta es una noche “cambia-nombres”, porque en esa nuestra noche, humilde y oscura, Dios ha venido a “cambiar nuestra condición, nuestra situación”, Dios se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza.
A ti, humanidad en adviento, desde esta noche, ya no te llamarán “Abandonada”, ni a tu tierra, “Devastada”. A ti te llamarán, “Mi favorita”, y a tu tierra: “Desposada”. Esta noche nacerá para los ciegos la luz, para los oprimidos la libertad, para los pecadores la gracia de Dios, para los pobres el evangelio…
Y a Dios, desde esta noche y para siempre, se le llamará “Emmanuel” –que significa: “Dios-con-nosotros”; y se le llamará “Jesús”, nombre que sabe a salvación, “porque él salvará a su pueblo de sus pecados”.
“Emmanuel” y “Jesús”, no son nombres que a Dios le pueda dar nuestro saber, no se los da nuestro esfuerzo. “Emmanuel” y “Jesús” son nombres que recibe el don que de sí mismo hace Dios a los pobres, a los últimos, a los despreciados, a los excluidos, a los sacrificados por el poder, a los humillados por la ambición, a los expoliados por el interés; “Emmanuel” y “Jesús” son nombres que recibe el don que de sí mismo hace Dios a los inocentes: a los sacrificados en aras del egoísmo, de la economía, del bienestar, de la seguridad; “Emmanuel” y “Jesús” son nombres que recibe la bienaventuranza reservada a los hambrientos de justicia.
No, no se rinde Dios a conquistadores sino que se ofrece a perdedores: “Emmanuel” significa Dios con ciegos, sordos, mudos, paralíticos, leprosos. “Jesús” significa Dios salvador de publicanos y pecadores, endemoniados y rameras. “Emmanuel” y “Jesús” son nombres que Dios se ha dado para que lo reconozcan los pobres. “Emmanuel” y “Jesús” son nombres para un Dios “cambia-nombres” a todos los abandonados, a todos los sacrificados, a todas las víctimas… “Emmanuel” y “Jesús” son nombres entrañables para un Dios “cambia-suertes”…
¿Qué nombre he de dar a los emigrantes que perdieron la vida en ese cementerio de pobres que es la frontera sur de España? Si pregunto a la política, me dicen que se trata de irregulares, de ilegales, de clandestinos. Si pregunto a la ideología, va diciendo que se trata de invasores, de mafiosos, de un peligro para la seguridad y la tranquilidad de la buena gente. Si pregunto a la información, me dicen que son noticia que no vende.
Pero si le pregunto a mi Dios “cambia-nombres”, él me dirá que todos se llaman “Jesús”, que todos son Jesús, que en ellos es siempre Cristo Jesús quien llama a las puertas de mi vida, para que yo lo cuide, para que él me salve…
Algo me dice que, si quiero ser de Dios –si quiero ser cristiano-, también yo he de ser un “cambia-nombres”.