Era el treinta de Noviembre de 1943, en Auschwitz, y en una cámara de gas, se desvanecía la vida terrena de una joven holandesa de veintinueve años, Etty Hillesum. Pocos meses antes, en su Diario, había escrito las líneas que he citado.
Necesitamos de Dios para entrar por la puerta estrecha del dolor y la impotencia, y necesitamos también la ayuda de los demás. En estos últimos meses, esta verdad resplandece con más claridad que nunca, gracias a un simple virus que ha paralizado el mundo entero. Dios no castiga, es más, cuando nuestro mal nos devora, Dios se introduce en él, nos acompaña, y nos sana, sacando bienes de los males.
Esta pandemia global nos ha despertado bruscamente del sueño de la omnipotencia, ha despertado la conciencia de los hombres, nos hemos dado cuenta que no podemos controlarlo todo. Dios parecía enterrado, y ausente en medio de nuestras aceleradas vidas. Pero Él se ha introducido en esta epidemia mundial, liberando el alma de la humanidad del barro de la indiferencia, de la arena de la superficialidad, de las ortigas y malas hierbas de las falsas seguridades, haciendo surgir una solidaridad sin fronteras. ¡Ojalá no volvamos atrás cuando todo esto vaya pasando! ¡Ojalá resurjamos a una vida nueva, más humana, más cercana, más auténtica!
Para lo que estamos viviendo, quizás la imagen más elocuente que nos puede ayudar, es la del Buen Samaritano, con la que Jesús instruyó al Escriba que buscaba vida eterna. Estamos todos heridos de muerte y muchos muertos de miedo. Ahora que hemos visto que la vida ante nosotros se va en un abrir y cerrar de ojos, es el momento propicio para buscar, con redoblado empeño, lo que permanece para siempre y que nada ni nadie puede destruir.
Leamos sosegadamente esta parábola lucana. Es un relato que pone ante nosotros una escena de la vida corriente de la época de Jesús, como una gran ventana, para que contemplemos reflejada en ella la existencia que estamos viviendo hoy, y demos una respuesta concreta en nuestra realidad presente2. En esta ocasión nos centraremos sobre todo en los personajes.
[Lectura orante de Lc 10,29-37]
Un centro sorprendente
El centro de la parábola lo ocupa un hombre medio muerto, y todos los personajes quedan situados a partir de él. La escena transcurre –casi toda– en un camino lleno de peligros, solo al final aparece la posada donde finalizar el cuidado de las heridas. Es como si Jesús quisiera hacer notar al Escriba que en cualquier rincón de la historia nos encontramos con Dios. Y para ello utiliza el “efecto sorpresa” poniendo de modelo a un Samaritano, ya que termina el Señor diciendo al Escriba: “Ve y haz tú lo mismo”.
Jesús echa sus redes, y lanza sus anzuelos, para sacar a aquellos con quienes dialoga de las aguas engañosas de la falsa religiosidad, y del deseo de autojustificación, que ahogan y asfixian la fe.
Preguntémonos: ¿En todos los rincones de mi historia me encuentro con Dios? ¿Hay todavía algo que rechazo, que no he integrado a la luz del Evangelio? ¿Resuena la voz de Jesús en mi vida cuando me dice: “Ve y haz tú lo mismo”?
Entremos en la escena para ser sorprendidos por Jesús, y los personajes que nos presenta, a través de esta parábola. Dejemos que el Evangelio modele hoy nuestro retiro.
El Escriba
El primero que aparece en la escena es el Escriba –maestro de la Ley–, que expresaba su deseo de vida eterna en términos de posesión: “¿Qué he de hacer para heredar…?”. Y el diálogo con Jesús le desafía a entrar por el camino del despojo, de lo propio para atender a otro. Esta es la senda de la vida eterna. Incluso, el “prójimo”, que en labios del Escriba es una referencia ambigua, sin rostro y lejano, en boca de Jesús se muestra como alguien concreto, de carne y hueso3.
El Escriba aparece situado ante una disyuntiva: su visión o la que le ofrece Jesús. En esta, el centro no es el Escriba, es el otro caído en el camino. Porque cuando el eje de la vida lo marca el ego, la existencia se vuelve una carga agobiante, que asfixia toda relación de fraternidad y cercanía. Es entonces cuando el hombre queda atrapado dentro de una red tejida con hilos de complicadas argumentaciones y sutiles disquisiciones. Y la Vida Religiosa no está lejos de este Escriba. Jesús le irá mostrando, poco a poco, cómo de la proximidad y cercanía surge el “hacerse prójimo” del otro.
Nos podemos imaginar a este Escriba escuchando las noticias de un Rabí del que todos hablaban, uno de Nazaret que iba por pueblos y aldeas anunciando el Reino de Dios; acompañado siempre de un grupo de discípulos, y que iba dejando a su paso una huella de alegría y libertad. Incluso se hablaba de que había saciado de pan a una multitud en zona desierta, y había resucitado a Lázaro de Betania, que llevaba cuatro días en el sepulcro. Entonces se decidió a dirigirse a él, quizás este Rabí de Nazaret tenga alguna nueva interpretación del Libro Santo que pueda hacer crecer su conocimiento acerca de la vida eterna, ya que la vida que llevaba no le saciaba su sed de Dios. Con una mezcla de curiosidad y de arrogancia, porque conocía el dicho popular: “¿De Nazaret puede salir algo bueno?”, le planteó su pregunta.
¿Cómo nos acercamos nosotros a Jesús? ¿Buscando curiosear o poniendo ante Él nuestra vida para que la recree con su Palabra?
El Escriba comprobó, un poco desencantado, que Jesús le remitía a la Ley de Dios que dio a Moisés, no era ninguna novedad deslumbrante hacia donde le dirigía. Citó el texto del Shema con la misma inercia de quien lo ha repetido mil veces de memoria: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón… y al prójimo como a ti mismo”, pero sin haberse adherido rendidamente a ese doble lazo de amor. Jesús no vino a tirar la Ley por tierra, sino a darle plenitud, espíritu y vida. Por eso aprueba la respuesta, aunque le faltaba el alma y el corazón a esas palabras.
Jesús vio la ocasión de ganarlo para esa vida eterna –por la que preguntaba– cuando el Escriba pasó a una segunda pregunta: “¿Y quién es mi prójimo?”. Entonces Jesús desplegó todo su arte de abrir ventanas, y hacer llegar su luz a los hombres, y le introdujo en un camino que iba de Jerusalén a Jericó, donde yacía un hombre medio muerto, y sin nombre, en torno al que giran los demás personajes de la parábola.
Vamos a contemplarlo, dejándonos interpelar por cada personaje y sus actuaciones.
El hombre medio muerto
Este hombre caminaba solo por un camino lleno de peligros, de Jerusalén a Jericó, sin ninguna protección. Esta senda se solía recorrer en caravanas, con guías y cierta seguridad ante bandidos y asaltos. Nunca se recorría en solitario. Refleja muy bien este hombre solitario la situación de nuestro mundo, que camina como cada cual a su libre albedrío, sin la protección de hacer camino con otros, y siempre en peligro de ser herido de muerte. En tantas ocasiones el “yo” prima sobre el “nosotros”, pero esto solo conduce a múltiples heridas por donde se va la vida.
Sin embargo, el hombre medio muerto, desde su impotencia, es quien posee el poder de revelar al Samaritano su capacidad de compasión, que le asemeja a Dios. Estoy convencida, si caminamos a la escucha de la vida, que todo lo que anda “medio muerto”, las situaciones de creciente fragilidad, son las que sacan de nosotros lo mejor, y las que está utilizando Dios para hablarnos con frecuencia. Como es esta pandemia, cuyas consecuencias arrastramos todavía, pero que nos está obligando a pensar en los otros, y en todos a la vez, porque el “bien común” se ha hecho más patente. La vulnerabilidad del “otro”, es una llamada de Dios a salir de mi ego y desplegar la compasión que llevo dentro. El mal de la pandemia termina siendo un instrumento recreador de Dios con el que nacer a una humanidad nueva.
¡Ojalá no nos resistamos a dejar los viejos muros y divisiones!
Nunca hubiéramos elegido situaciones así de duras. Más bien tenemos el peligro de seguir añorando los tiempos pasados, cuando todo lo teníamos controlado. En muchos momentos tenemos “medio muerta” la esperanza con respecto al futuro, que no terminamos de dejarlo en manos de Dios. Y cuando entra en crisis la esperanza, comienzan a agonizar el amor y la fe.
¿No será que no somos el Buen Samaritano, sino que estamos tirados en el camino “medio muertos”? ¿No estaremos necesitando que el gran Samaritano, que es Jesús, se nos acerque, cure nuestras heridas y derrame sobre ellas el aceite de su consuelo y el vino de su fuerza? ¿No está ante nosotros el kairós de descubrir en nuestra fragilidad “un camino nuevo”, en el que la fuerza se manifiesta en la debilidad y la vida en la muerte? ¿No está siendo la hora de fiarnos perdidamente del Dios que está trabajando algo nuevo con nuestra pobreza, e incluso con nuestra pérdida, y de aceptar ser “portadores de las marcas de Jesús”, una realidad débil, siempre frágil y nunca acabada?
Tres verbos describen lo que le ocurrió: despojado, apaleado y abandonado. Pero en esta violencia se abre un camino, la senda del Samaritano, con un doble paso: compasión y cercanía; se le enterneció el corazón y se acercó al herido, para ungirlo con aceite, curar las heridas con vino, y vendarlo para que no termine desangrado. Jesús se enternece ante nosotros.
Este herido es algo valioso para este Samaritano, por eso lo monta en su cabalgadura, lo lleva a la posada, y se preocupa de su cuidado hasta el final, cueste lo que cueste. Todo lo suyo es del herido, este es Dios. ¡Dichoso quien le conozca de cerca!
Llegamos por fin a la posada, tras una senda silenciosa en compañía del Samaritano, todo está en sus manos, porque un medio muerto solo puede dejarse hacer. El lugar queda marcado de nuevo por el cuidado, pero ahora todo sucede en el interior de una casa, de unos muros. Ahora hay que afianzar los vínculos hacia dentro, para restablecerse completamente, volver a caminar erguido, y servir a un mundo herido y medio muerto desde la compasión.
Veamos los otros dos personajes de la parábola que Jesús nos propone hoy.
El sacerdote y el levita
Las figuras del sacerdote y el levita dieron un rodeo ante el hombre medio muerto, renuncian a la agresión, pero no se hacen prójimo del caído por tierra. Con un corazón insensible, e incapacitado para reaccionar ante lo inesperado, no pueden experimentar la compasión por el otro. Están esclavos de mecanismos habituales y rutinarios, atados a apariencias y falsas religiosidades. Viven en normas desencarnadas, sin espíritu que aliente y vivifique sus prácticas. Por eso huyen del prójimo real que trae complicaciones para sus rígidos caminos, que rompe sus planes y esquemas, sin ver en esos nuevos planes el plan de Dios, que transita otros caminos distintos de los suyos. Necesitan vincular sus vidas a la compasión, para conectarse a Dios.
Y por último dejemos que nos hable el otro personaje de la parábola, el Samaritano, que se convirtió en prójimo del herido.
El Samaritano
El Samaritano, que también había entrado en escena sin nombre, y solo identificado por su pertenencia étnica, despreciada en Israel, desvela al final su verdadera identidad: “el que tuvo compasión”. Recibe de Jesús este nombre nuevo, y es que la misericordia que lo habitaba, le ha hecho comportarse como prójimo de quien le necesitaba para continuar viviendo.
El Samaritano nos pone frente a la mirada que nos adentra en nosotros mismos, y nos manifiesta lo que aún no somos nosotros. ¿Quiénes son los demás para mí? Nos queda un camino de conversión que recorrer, para no pasar de largo ante los lugares “sombríos” de la historia, porque allí Dios nos espera.
Y cuando la historia se obstinaba en hacernos creer que el mal constituye la última palabra de las cosas, y que la situación es fatalmente irremediable, el narrador del Evangelio hace surgir otra figura en el horizonte: “Pero un Samaritano…”.
Ese pequeño “pero” es lo que nos introduce en el ritmo de Dios. Nos está comunicando algo de cómo mira Jesús la historia, y de su tenaz esperanza, que ve emerger en ella una poderosa –aunque en apariencia débil– fuerza de resistencia. El Samaritano hace el gesto mínimo e inmenso de aproximarse al hombre caído. Se siente afectado por el herido y responsable de su desamparo. La urgencia de tender la mano al que lo necesita pospone todos sus proyectos e interrumpe su itinerario. La inquietud por la vida amenazada del otro predomina sobre sus propios planes, y hace emerger lo mejor de su humanidad: un yo desembarazado de sí mismo.
¿Y si en ese gesto de pura alteridad se encerrara el secreto de nuestra identidad más honda? Este gesto afirma el valor y la dignidad de los más pequeños. En su reacción se revela la obstinada lógica de Jesús: “No midas, no calcules, deja que el amor te desapropie: serán los otros quienes te devolverán tu identidad, justo cuando tenías la impresión de que estabas perdiendo tu vida”.
“Cuidó de él”, leemos en el relato del Evangelio. “Cuida de él”, dirá después al posadero. Es un verbo lento, sosegado, acariciador, pero de intensa atención, que confronta nuestras prisas y nuestra impaciencia por los resultados inmediatos. Esta dimensión humana del “cuidar” puede bañar con su calidez nuestras relaciones comunitarias, romper nuestras defensas, conseguir que se resquebraje esa dureza que puede hacer sombrío nuestra fraternidad, y permitirnos derramar cordialidad y gestos de ternura. ¡Que este día de retiro nos ayude a restaurar y renovar nuestras vidas y nuestras comunidades!
1 Cf. Hillesum, E., Diario 1941-1943, Milán, Editorial Adelphi 1996, 171.
2 Aletti, J. N., L ‘art de raconter Jésus Christ. L‘ecriture narrative de l‘évangile de Luc, (París 1989) 153.
3 Cf. Avellaneda Ruiz, P., Unción y Banquete, Biblioteca Autores Cristianos, (Madrid 2016) 264-275; Marguera, D., (eds.), Introducción al Nuevo Testamento, Desclèe de Brouwer, (Bilbao 2008) 87-104; Bovon, F., Luc le théologien. Vingt-cinq ans de recherche (1950-1975), (Monde de la Bible 5) (Ginebra 19882), 82.