La que aquí intentamos releer es una historia de amor.
Es la historia de Dios con la humanidad: eso que llamamos historia de la salvación.
Esa historia de Dios con nosotros, o si prefieren, nuestra asombrosa historia con Dios, es una historia inacabada: los que ahora la estamos leyendo, al mismo tiempo la estamos escribiendo.
Este tiempo de retiro puede servirnos para hacer memoria de lo ya vivido, y también para discernir lo que queremos hacer.
Una casa para los hijos
Solo el amor que es Dios pudo hacer que la humanidad exiliada del paraíso hallase cobijo, aposento, dicha y abundancia, no ya en otro jardín de Edén superior al primero, sino en Dios mismo.
Es ésa una locura de gracia, un sinsentido de amor, un despropósito que ni los profetas intuyeron, ni los sabios previeron, ni los ángeles lo hubiesen podido nombrar:
“Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo… y con Él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos, en Cristo Jesús… Habéis sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene de vosotros, sino que es un don de Dios… En efecto, hechura suya somos: creados en Cristo Jesús, en orden a las buenas obras que de antemano dispuso Dios que practicáramos” (Ef 2,4-5a. 6. 8. 10).
Solo por dar a los ojos de nuestra fe una ayuda, una referencia, un término de comparación, algo que nos oriente en la estima de la casa que el Señor ha asignado a los creyentes –una casa “en los cielos, en Cristo Jesús”, en Dios–, mencionaré aquí aquel jardín o paraíso en el que el Señor Dios puso al hombre que había formado:
“Entonces Yahvé Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente. Luego plantó Yahvé Dios un jardín en Edén, al oriente, donde colocó al hombre que había formado. Yahvé Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles deleitosos a la vista y buenos para comer, y en medio del jardín, el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal” (Gn 2,7-9).
El relato del Génesis nos da la perspectiva adecuada para que nos asomemos al misterio de la casa en la que hemos entrado por gracia concedida los que, por herencia recibida, habíamos nacido fuera del jardín del Edén.
Aquel paraíso terrenal, asombroso por la abundancia y la gratuidad, por la vida y por la dicha, aquel jardín que el amor divino había diseñado y plantado, era apenas figura lejana de la mansión que, en Cristo, el Padre dispuso para la humanidad nueva: El mismo Dios, que había formado al hombre con polvo del suelo, ahora lo reforma en Cristo Jesús; el que le había insuflado en las narices aliento de vida, ahora lo vivifica juntamente con Cristo; el que lo había puesto en un jardín de ensueño, ahora lo hace sentar en los cielos, en Cristo.
El Apóstol describió así lo que vio en el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia:
“El Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo nos ha bendecido, con toda clase de bienes espirituales, en los cielos, en Cristo. Él nos ha elegido en Cristo antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos e inmaculados en su presencia. Él nos ha destinado en la persona de Cristo, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos, para alabanza de la gloria de su gracia con la que nos agració en el Amado” (Ef 1,3-5).
Ése es un mundo nuevo, una nueva creación, la tierra prometida para el pueblo de la nueva alianza, un nuevo paraíso para una humanidad nueva.
Ése es el mundo del hombre Cristo Jesús, de quien la fe y el amor nos hicieron con-corporales, con-sanguíneos, con-sepultados, con-resucitados, con-sentados a la derecha de Dios en los cielos.
Ésa es la casa que Dios ha preparado para sus hijos, la casa que el amor de Dios ha preparado para la humanidad nueva que tiene por cabeza a Cristo Jesús.
Ésa es la casa de los bautizados en Cristo.
Ésa es la casa en la que, por la fe y el amor, entran los hijos de Dios.
Un obstinado desdén
Si hubiese de hacer una descripción prosaica de la historia de la salvación, diría que la historia de la obstinación de Dios en crear paraísos y la obstinación del hombre en destruirlos.
Digamos que Dios es un obstinado soñador y el hombre un obstinado despertador. El poeta lo dijo así:
“Prestad oído, cielos, y hablaré, escuche la tierra las palabras de mi boca. Como lluvia se derrame mi doctrina, caiga como rocío mi palabra, como suave lluvia sobre la hierba verde, como aguacero sobre el césped. Porque voy a aclamar el nombre de Yahvé; ¡ensalzad a nuestro Dios! Él es la Roca, su obra es consumada, pues todos sus caminos son justicia. Es Dios de lealtad, no de perfidia, es justo y recto. Se han pervertido los que Él engendró sin tara, generación perversa y tortuosa. ¿Así pagáis a Yahvé, pueblo insensato y necio?
¿No es Él tu padre, el que te creó, el que te hizo y te fundó?
Acuérdate de los días de antaño, considera los años de edad en edad. Interroga a tu padre, que te lo contará, a tus ancianos, que te lo dirán. Cuando el Altísimo repartió las naciones, cuando distribuyó a los hijos de Adán, fijó las fronteras de los pueblos, según el número de los hijos de Dios; mas la porción de Yahvé fue su pueblo, Jacob su parte de heredad. En tierra desierta lo encuentra, en la soledad rugiente de la estepa. Y lo envuelve, lo sustenta, lo cuida, como a la niña de sus ojos. Como un águila incita a su nidada, revolotea sobre sus polluelos, así Él despliega sus alas y lo toma, y lo lleva sobre su plumaje.
Solo Yahvé lo guía a su destino, con Él ningún dios extranjero. Le hace cabalgar por las alturas de la tierra, lo alimenta de los frutos del campo, le da a gustar miel de la peña y aceite de la dura roca, cuajada de vacas y lecha de ovejas, con la grasa de corderos; carneros de raza de Basán y machos cabríos, con la flor de los granos de trigo, y por bebida la roja sangre de la uva. Come Jacob, se sacia, engorda Yesurún, respinga, te has puesto grueso, rollizo, turgente, rechaza a Dios, su Hacedor, desprecia a la Roca, su salvación. Lo encelan con dioses extraños, lo irritan con abominaciones. Sacrifican a demonios, no a Dios, a dioses que desconocían, a nuevos, recién llegados, que no veneraron vuestros padres.
¡Desdeñas a la Roca que te dio el ser, olvidas al Dios que te engendró!
Yahvé lo ha visto y, en su ira, ha desechado a sus hijos y a sus hijas.
Ha dicho: les voy a esconder mi rostro, a ver en qué paran, porque es una generación torcida, hijos sin lealtad” (Dt 32,1-20).
El poeta proclama las obras que Dios ha realizado a favor de su pueblo, y denuncia el desdén con que el pueblo de Dios ha tratado al que le dio el ser.
Pero el lector intuye que esa experiencia de abundancia ofrecida por Dios, y de desdén recibido a cambio, se ha repetido con regularidad desconcertante en la historia de la salvación.
El hombre desdeñó el jardín de Edén que el Señor Dios había plantado y en el que lo había colocado, y salió de él “para labrar el suelo de donde había sido tomado” (Gn 3, 23).
El hombre despreció aquel mundo recreado que “era de un mismo lenguaje e idénticas palabras”, y se precipitó en un mundo de lenguaje confundido y entendimiento imposible (cf. Gn 11,1-7).
El hijo desdeñó a la Roca que le dio el ser, se olvidó de Dios que lo engendró, para servir a dioses que no son Dios; ¡y salió de la tierra que había recibido en heredad para volver a ser esclavo de pueblos que no son pueblo!
Ahora, en la plenitud de los tiempos, para nosotros, para todos, el paraíso que Dios ha plantado es el Hijo.
Ahora, para nosotros, para todos, la casa que Dios ha construido es el Hijo.
Ahora, para nosotros, para todos, el mundo que Dios ha soñado –ha creado– es el Hijo.
Ahora, por el Hijo, con el Hijo, en el Hijo, se nos ha concedido entrar en el misterio de Dios.
Por el Hijo, a quien nombró heredero de todo, por quien había creado los mundos y las edades, Dios nos ha hablado en esta etapa final” (cf. Heb 1,1-2).
Él es la plenitud de la revelación de Dios al hombre, pues “en darnos como nos dio a su Hijo –que es una palabra suya, que no tiene otra–, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola palabra, y no tiene más que hablar”1.
Y nosotros, glosando al místico, bien podemos decir que Dios, “en darnos como nos dio a su Hijo, todo nos lo dio junto y de una vez en este solo don, y no tiene más que dar”.
Pero siempre es posible desdeñar el don: Siempre es posible el olvido. Siempre es posible la indiferencia, siempre es posible el desprecio.
La historia, la que ahora se está haciendo y la que en el pasado vivió el pueblo de Dios, nos recuerda que también nosotros podemos despreciar la casa de Dios; podemos “no ser del agrado de Dios” y quedar, como quedaron nuestros padres, “tendidos en el desierto” (cf. 1Cor 10,1-5); también nosotros podemos ser “hijos degenerados, generación malvada y pervertida” (Dt 32,5).
Una y otra vez quedó escrito ese “podemos”: Podemos despreciar, podemos no ser del agrado de Dios, podemos ser hijos degenerados.
Tal vez no nos quede más remedio que reconocer con asombro y confesar que de muchas maneras hemos despreciado la casa que Dios, con tanto amor, preparó para nosotros y que, también nosotros, nos hemos hecho acreedores al título de «hijos degenerados, generación malvada y pervertida».
Ésa es la realidad: también nosotros podemos despreciar el paraíso.
Un amor más obstinado que el desdén
Lo que hasta aquí hemos considerado bajo las figuras de un jardín plantado por Dios para que el hombre disfrute de él, o de una tierra que mana leche y miel a la que el hombre es llevado para que allí viva en libertad, o de una casa que Dios ha construido para que habitemos en ella, ahora se nos pide que lo consideremos bajo la figura del amor conyugal. La alianza ha sido rota, y Dios entabla juicio con la esposa infiel:
“El Señor me dirigió la palabra: –Ve, grita, que lo oiga Jerusalén. Así dice el Señor: Recuerdo tu cariño de joven, tu amor de novia, cuando me seguías por el desierto, por tierra yerma. Israel era sagrada para el Señor, primicia de su cosecha: quien osaba comer de ella lo pagaba…
¿Qué delito encontraron en mí vuestros padres para alejarse de mí? Siguieron tras vaciedades y se quedaron vacíos, en vez de preguntar: ¿Dónde está el Señor? El que nos sacó de Egipto y nos condujo por el desierto, por estepas y barrancos, tierra sedienta y sombría, tierra que nadie atraviesa, que el hombre no habita. Yo os conduje a un país de huertos, para que comieseis sus buenos frutos; pero entrasteis y contaminasteis mi tierra, hicisteis abominable mi heredad. Los sacerdotes nos preguntaban: ¿Dónde está el Señor? Los doctores de la Ley no me reconocían, los pastores se rebelaron contra mí, los profetas profetizaban en nombre de Baal, siguiendo a dioses que de nada sirven…
¿Cambia un pueblo de dios? Y eso que no es dios, pues mi pueblo cambió su Gloria por el que no sirve. ¡Espantaos, cielos, de ello, horrorizaos y pasmaos!, –oráculo del Señor–, porque dos maldades ha cometido mi pueblo: Me abandonaron a mí, fuente de agua viva, y se cavaron aljibes, aljibes agrietados que no retienen el agua” (Jr 2,1-3. 5-8. 11-13).
En ese juicio resultan evidentes dos maldades: la más asombrosa, abandonar al Señor; y la que nos cuelga además el sambenito de necios donde los haya, la de haberlo abandonado por nada: ¡Por nada!
Peor aún: derramamos el agua para apuntarnos a la sed; despreciamos el bien para apuntarnos a la desdicha.
Recuerdo una viñeta: sentado, pensativo, fija la mirada en aquel balón enaltecido sobre columna de gloria, el Padre eterno se pregunta: “¿Qué tendrá él que no tenga yo?”2.
No creo, sin embargo, que sea Dios el que se hace la pregunta. Lo que ha hecho el artista es poner en Dios una pregunta que tendríamos que hacernos nosotros: ¿Qué encontramos en ese balón que no encontramos en nuestro Dios?; ¿por qué, en el corazón del hombre, el balón –las ilusiones– le ganan siempre la partida a Dios?
Y creo conocer una respuesta plausible: aljibes agrietados y balones carecen de misterio, mientras que Dios, el Dios de Israel, el incansable creador de sueños para los hijos que ama, el Dios de la alianza, será siempre misterio insondable, Dios escondido, no manejable, no disponible (cf. Is 45,15).
Aljibes y balones, aunque engañosos, se ven. Dios permanece obstinadamente ausente de nuestra mirada: “A Dios nadie lo ha visto jamás” (Jn 1,18).
El de la fe es un camino que desemboca en la oscuridad de la noche: en la ausencia de Dios, y en una confianza que todo lo entrega en manos del Misterio.
Considera el camino del hombre Cristo Jesús.
Frente a la muerte, la fe se vuelve clamor: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27,46).
La fe se vuelve clamor y grito (cf. Mt 27,50), grito y entrega de todo en las manos del Padre: “Padre, en tus manos pongo mi espíritu” (Lc 23,46).
Esa fe que deja al hombre Cristo Jesús en las entrañas del Misterio del Padre, es la que dejará abierta para todos la fuente del Espíritu: “Cuando tomó Jesús el vinagre, dijo: «Todo está cumplido». E inclinando la cabeza entregó el espíritu” (Jn 19,30).
Y ésa, la del que “todo cuanto es” lo entrega a la “oscuridad” del Misterio, ésa es la situación extrema de los mártires de la fe.
Y es en ese ámbito de la “entrega al Misterio” –del testimonio de cada día– donde se desarrolla la vida de los creyentes.
Los confesores de la fe, las “piedras vivas” que se integran en la construcción del templo espiritual, son aprendices de ese dar “todo por nada”, dar “cosas por misterio”, dar “lo que se ve por lo que no se ve”.
Francisco de Asís lo expresó así: “Mi Dios, mi todo”.
Teresa de Ávila lo dijo a su manera: “Quien a Dios tiene, nada le falta: solo Dios basta”.
De ahí que lo propio de las “piedras vivas” sea la búsqueda de Dios, la pasión por el misterio, una insaciable pasión de amor:
“En mi cama, por noche, buscaba al amor de mi alma: lo busqué y no lo encontré. Me levanté y recorrí la ciudad por las calles y las plazas, buscando al amor de mi alma; lo busqué y no lo encontré. Me han encontrado los guardias que rondan por la ciudad: ¿Visteis al amor de mi alma?
Pero apenas los pasé, encontré al amor de mi alma: lo agarré y ya no lo soltaré, hasta meterlo en la casa de mi madre, en la alcoba de la que me llevó en sus entrañas. ¡Muchachas de Jerusalén, por las ciervas y gacelas de los campos, os conjuro que no vayáis a molestar, que no despertéis al amor hasta que él quiera!” (Cant 3,1-5).
Si la pasión de amor cede su lugar al interés, al beneficio, se profana el paraíso, se destruye la armonía de la comunión, se cometen dos maldades, las “piedras vivas” se vuelven generación malvada y pervertida.
En nuestras manos está escribir una hermosa historia de amor.
1 Juan de la Cruz, Subida al monte Carmelo, Libro 2, cap. 22, n. 3.
2 La viñeta es de J. L. Cortés.
Sugerencias
Pautas para la reflexión personal y comunitaria
1.- Aquellos discípulos preguntaron a Jesús: “¿Dónde moras?”. Imagina que ahora es Él que a cada uno de nosotros nos pregunta: “¿Dónde moras?”.
2.- ¿Se puede hablar de desdén en nuestra relación con Dios?
3.- Podríamos nombrar lo que en nuestra vida ocupa el lugar de Dios.
4.- ¿Hemos pensado alguna vez en un mundo de hermanos, en una comunidad de “piedras vivas”, en un mundo imagen del Reino de Dios?