José era mucho más que un hombre justo. Si solo hubiese sido justo hubiera repudiado en secreto a María, enmendándole así la plana a Dios. Pero a José le pudo más el sueño que su justicia de varón engañado y traicionado.
La justicia de José le iba a ahorrar mucha vergüenza a María porque su pecado evidente no iba a ser anunciado por las palabras del desposado pero sí por los hechos. La iba a abandonar porque el fruto de su vientre no era el suyo. Algo lógico diríamos nosotros.
Pero Dios no transita por nuestra lógica de posesión y de pertenencias. En una noche dura para José en la que le daba vueltas en la cabeza en el corazón las palabras que le iba a echar en cara a María, en medio de la amargura y el dolor del que se siente impotentemente traicionado, se cuela en su duermevela un ángel.
Y aquí Dios comienza a hablar de verdad. Es la segunda fecundación, después de la primera de María. Dios fecunda a José con la semilla del Verbo, con las palabras veraces y, al mismo tiempo, poco creíbles para los que viven en lo plano y predecible de la existencia. Primero le recuerda a José que María es su mujer, pero no ya como propiedad de contrato, sino como esa otra que lo mete de lleno en la esfera del Reino. Y después le explica lo inexplicable: el que está en el vientre de María es Dios mismo, formándose con nuestras propias células en lo más íntimo de la amada. Y le pone nombre de salvador, del que viene a buscar lo que estaba perdido: Jesús.
Y al primero que encuentra este Buscador infatigable de hombres y mujeres extraviados, porque no encontraron amor o no se lo mantuvieron, el primero de ellos, es José. Es tan hermoso ver cómo ya desde el vientre, como fruto maduro, Jesús, con el nombre recién estrenado, encuentra a José. Y José encuentra a Jesús pero en María: la mujer.