Jesús lo llamó “el reino de Dios”, y era algo así como “un mundo nuevo para una humanidad nueva”.
De ese reino él nos habló. De ese mundo, de esa humanidad, él puso el fundamento. Y nos lo ofreció.
El evangelio de Jesús es el evangelio del reino de Dios.
Quien cree en el evangelio, acepta la posibilidad real de un mundo nuevo, de una humanidad nueva.
El reino de Dios vendrá si le abre la puerta la fe de los creyentes.
El corazón me dice que el proceso de adelgazamiento de las instituciones cristianas, evidente y explosivo en los últimos años, no es el resultado de una crisis de fe sino la revelación de una inconsistencia, la evidencia de una traición. Lo que se ha derrumbado, no es el reino de Dios sino el sucedáneo engañoso con que lo habíamos substituido.
Mucho hemos de agradecer que ese espejismo atroz esté desapareciendo, aunque la verdad nos deje a solas con las arenas del desierto.
Hemos cultivado envidias y rivalidades. Hemos justificado guerras y contiendas. Codiciamos como si no tuviésemos fe. Matamos como si los que mueren no fuesen nuestros hermanos. Llenamos el mundo de crucificados como si Dios no muriese con ellos.
Nos decimos cristianos y, abochornados, constatamos que nuestro mundo en nada difiere del mundo viejo que se supone habíamos dejado para entrar en el de Jesús.
¡El mundo de Jesús!: Un mundo de hijos de Dios entregados en manos de los hombres; un mundo de hijos acogidos a sagrado en el corazón de Dios; un mundo de últimos que han escogido serlo entre todos; un mundo de servidores que han optado por serlo de todos; un mundo de hermanos que acogen incluso a quienes todo lo necesitan y nada pueden devolver.
No hablan mal de Dios quienes se ridiculizan amagando con mancharlo mientras defecan.
Blasfemamos contra Dios nosotros, que hemos introducido en su reino la crueldad, el cinismo, la mentira, la búsqueda del poder, el apego al dinero.
Blasfemamos contra Dios quienes hemos armonizado con la justicia de su reino la guerra, el hambre, el homicidio, el fratricidio, todas nuestras formas de connivencia y de complicidad con la muerte.
Blasfemamos contra Dios quienes hemos recibido de él un mundo nuevo y lo hemos ensuciado con heces nauseabundas del mundo viejo.
Hoy nos sentamos a la mesa con el Señor resucitado. Hoy el Maestro vuelve a instruir a sus discípulos. Hoy comulgamos con el que, siendo el Maestro y el Señor, se hizo siervo de todos. Hoy, en las manos de quienes comulgamos con Cristo, Dios pone de nuevo su reino, su mundo, la humanidad que él ha soñado y de la que Cristo es la cabeza, el primogénito. ¡Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor!
El futuro es de los que se atrevan a creer.
Feliz domingo.