Así que me acercaré en ella, en la Iglesia, e intentaré hacerlo con su fe, con su humildad, con su audacia, dispuesto a revivir hoy, con ella, en la verdad de los sacramentos lo que en otro tiempo vivieron, en figura, una mujer que padecía flujos de sangre, y una niña muerta por la que todos lloraban y se lamentaban a gritos.
De aquel tiempo y de hoy es el imperativo: «Levántate».
Si de nosotros podemos decir que vivimos en los sacramentos de la Iglesia lo que aquellas mujeres vivieron en los acontecimientos narrados en el evangelio de este domingo, es porque ese evangelio se vio cumplido, se vio llevado a plenitud en Cristo Jesús, en el misterio de su muerte y su resurrección.
Entra en la gracia de la eucaristía que celebras, Iglesia cuerpo de Cristo. Entra y asómbrate. Pues si te asombra la sanación de una mujer enferma y empobrecida, y más admirable aún te parece que una niña muerta vuelva a las actividades propias de una niña viva, ¿cuál no será tu asombro al verte a ti misma resucitada con Cristo, levantada con Cristo a la derecha de Dios, enaltecida e iluminada con la gloria de tu Señor?
Si quieres saber de tu Dios, fíjate en Cristo Jesús que es su revelación. Frente al mal que amenaza la vida del hombre –representado en la tempestad que amenaza con hundir la barca-, lo oíste decir: «Cállate». Y de Cristo Jesús, del que es revelación de Dios para ti, ves que sale fuerza que hace callar la enfermedad que te hacía impura y te empobrecía. Y oyes otro imperativo: «Levántate», un imperativo que reduce la muerte a la impotencia y devuelve a los muertos el hambre de la vida. Te fijas en Jesús y ves que tu Dios anda en misión contra el mal y en tu favor.
Y si quieres saber del hombre –si quieres saber de ti misma-, fíjate siempre en Jesús, y verás que es en él en quien la humanidad entera es sanada de la impureza y de la ruina; es en él en quien la humanidad entera es levantada de la muerte; es en él en quien tú, que eres su cuerpo, eres tomada de la mano y oyes una palabra que nunca hubieses soñado que podrías escuchar: “Contigo hablo, niña, levántate”. ¡Es en él en quien Dios te bendice con toda bendición!
Entra en la eucaristía que celebras, entra y comulga, entra y resucita, entra y entona tu canto de alabanza: “Te ensalzaré, Señor, porque me has librado… Sacaste mi vida del abismo, me hiciste revivir… Cambiaste mi luto en danzas”.
Entra en la eucaristía y deja que tu fe se ilumine con los resplandores de la vigilia pascual: “Con misericordia eterna te quiere el Señor, tu redentor”.
Entra, Iglesia cuerpo de Cristo, y contigo, a tu celebración, lleva a tus hijos pobres, a tus hijos enfermos, a tus hijos mojados, olvidados, ahogados, a los hijos que Dios ama; llévalos y guárdalos a todos en el cuerpo de Cristo, en el Hijo amado, en el amor eterno de Dios.
Entra en tu eucaristía, y que en cada comunidad eclesial, en el corazón de cada uno de los fieles, resuene ese imperativo evangélico que es un grito de guerra, de Dios y tuyo, contra la muerte: «Levántate».
Si no nos levantamos, es que todavía estamos muertos.
Feliz comunión con Cristo resucitado.