Pues eso, que Pentecostés no es un día, ni una romería. Pentecostés es el tiempo de la Iglesia. La liturgia, ya en el lunes de Pentecostés, en que ponemos delante a María, como Madre de la Iglesia, retoma el tiempo ordinario (que abandonamos al iniciar la cuaresma). Es el tiempo del Espíritu. Y eso es lo mismo que decir: el tiempo de los sacramentos de la vida, de los milagros en lo cotidiano y de las lecciones leídas y escuchadas que nos especializan en el sentido de todo lo que vivimos.
El tiempo del Espíritu es el tiempo del amor, que ni cansa ni se cansa, pero que a veces se resiente y hay que volverlo a poner al fuego lento de la aceptación del otro: en sus aciertos y en sus errores; en sus virtudes y en sus defectos. El tiempo del Espíritu es el tiempo del despertador, que nos reclama para llegar puntuales al trabajo, a la responsabilidad adquirida, a la cita de las obligaciones, convertidas en oportunidades para crecer más y mejor en todo lo bueno.
El tiempo del Espíritu es el tiempo de las horas y los días en que sonríes, trabajas, ayudas, colaboras, perdonas, acompañas, metes la pata, visitas, escribes, paseas, rezas, sueñas, celebras, sufres, te cansas, disfrutas…amas.
Y en ese tiempo, aflora el misterio: porque misterio es todo lo que nos viene dado, graciosamente, sin elaboración ni añadidos superfluo.
Vivamos el misterio de la compañía: no estamos solos. Formamos familia, comunidad, equipo. Y en eso nos parecemos a Dios: Padre, Hijo y Espíritu.
Vivamos el misterio de la mesa: siempre hay algo que comer. Y no solo comemos para vivir, comemos para gozar y disfrutar del compartir. Así la comida, el pan, el vino, se convierten en un referente de vida: sé alimento para el otro. Y en eso nos parecemos a Dios: desgástate, que te saboreen todos, como al pan y al vino, mientras sirves, derrochando optimismo.
Y vivamos el misterio desde el corazón. Es decir, vivamos intensamente todo, sin hacer demasiadas preguntas. Y tú mira en ambas direcciones: si miras al Corazón de Jesús, te sorprenderás cómo sin dejar de reconocer tu debilidad, encontrarás la energía de un Dios que se hace el encontradizo en tu vida y te comunica su fuerza. Y si miras al Corazón de María, te quedarás ahí para siempre, al constatar que ahí…cabemos todos.
Vive cada día como si fuera único. Y no olvides que lo que conviertes en especial y único… te durará toda la vida.