UN ÁRBOL CAÍDO… OTRO MÁS

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La vida es maravillosa. Y lo es porque es compleja. Por eso la percepción de lo mejor se nos presenta envuelto en lo mas desagradable. Los momentos felices se secuencian con otros difíciles… quizá por eso los primeros nos parecen felices, ¿quién sabe?

Sigo pensando que no hay nada como la vida compartida. El proyecto común, el entusiasmo por una causa cuando se pueden compartir sabores y «sinsabores». Todo vale más cuando se celebra, lucha, llora o ríe juntos. Es el misterio maravilloso de la comunidad de discípulos que, por serlo, no han de buscar la perfección los unos en los otros, sino levantando la mirada para buscar la perfección y referencia en quien convoca. Jesús y solo él. ¡Cuánto cambiaría el sabor de la vida si buscásemos la perfección en su sitio –que no somos nosotros– y sí en quien nos convocó, que es el perfecto! Todo es cuestión de mirada. Pero muchas veces nos puede la hipermetropía y buscamos donde no debemos, exigimos lo que no podemos y reprochamos lo que desconocemos.

Me provoca esta reflexión el hecho de que hace un tiempo (ni mucho ni poco) me enteré de la existencia de «un árbol caído» en una comunidad (un hombre o una mujer, ¡tanto da!). Ya saben el dicho, «del árbol caído, todos hacen leña». Oye, pues tal cual. Esta persona ya era un árbol caído antes de llegar a la comunidad. Fue árbol caído en su estancia y su salida. ¡Ufff, su salida!… Un auténtico árbol derribado. No es cuestión de escandalizarse porque no merece la pena. Tampoco, por supuesto, entrar en detalles que no vienen al caso. Solo me interesa subrayar que al lado de la gracia más graciosa, sobrevuela el pecado más sagaz. Y hemos de aceptarlo. Porque esos somos nosotros.

No me he encontrado con ningún consagrado –hombre o mujer– que no reconozca que hemos de suavizar las formas y garantizar la acogida; ninguno que no desprecie la murmuración y los prejuicios; por supuesto, ninguno que no crea que ser comunidad significa aceptar, querer y acoger la persona sea quien sea, venga de donde venga… etc.; no me he encontrado con ningún consagrado que niegue las mismas posibilidades para todas las personas que integran la comunidad y, tampoco, he descubierto todavía ningún consagrado que se crea propietario de la comunidad. Todos y todas afirman
–afirmamos– la sabida cantinela: «esto lo construimos entre todos». ¡Pues qué cosas! En no pocos años me he ido encontrando con árboles caídos vencidos por la rigidez de la acogida, los prejuicios culturales, la falta de equidad o el sentirse emigrante, transeúnte o refugiado en la casa-propiedad de otros u otras.

Y es que el paso de nuestro sueño comunitario a la realización de la comunidad hogar tiene poco de suavidad y mucho de tropiezo. Buscamos –y creo que con honestidad– el bien, pero tenemos una inercia destructiva que va provocando árboles caídos, casi sin vida, a los que les quitamos la savia, dejándolos únicamente servibles para el fuego.

Esto es en sí un drama. Pero no es menor que no nos demos cuenta que lo estamos haciendo. Y ahí está nuestra esterilidad. La que bloquea no solo el hoy, sino la incapacidad para que pueda haber fecundidad mañana. No es cuestión de buenos y malos; buenas o malas… es cuestión de personas complejas que escuchando, no oímos y mirando, no vemos. Porque, como solemos decir, «ya sabemos lo que tenemos que hacer».

Mientras tanto, van quedando muchas ramas de árboles secos por el camino y van acumulándose, dentro de las casas, árboles sin vida que, sin embargo, ocupan e impiden que la vida brote. Es la dinámica de la muerte lenta pero segura. Y como las palabras «las lleva el viento», solo espero que la brisa del Espíritu haga llegar estas palabras a esas mujeres u hombres, árboles caídos, para mostrarles mi vergüenza y esperanza de tiempos de brotes nuevos, cuando pase el invierno y vuelva el sol. A ellos y ellas se lo debo. Se lo debemos.