Siempre la misma discusión: ¿Quién es el primero, el jefe? (En femenino todo también)
Desde el siglo primero hasta hoy la cosa no ha cambiado demasiado. Jesús anuncia su debilidad absoluta en la futura violencia aniquiladora (aunque sea post eventum) y los más cercanos haciendo apuestas sobre quién es el que manda en el grupo, quizás buscando un posible recambio al Maestro.
Hoy también estamos en Cafarnaúm, en ese lugar en el que el poder se vuelve competición; en el que el Maestro sobra porque él es otra cosa diversa; en el que palabras como servicio, corresponsabilidad, entrega o humildad suenan a huecas porque detrás hay otras intenciones menos evangélicas.
Y es tan difícil salir de ahí. Es tan complicado dejar que el niño sea acogido, que los últimos sean los primeros.
Como el agua entre los dedos se nos acaban escapando todas esas buenas palabras y las sal se nos vuelve sosa. No hace falta grandes ámbitos de poder, en lo pequeño (Servidor bueno y fiel), en lo cotidiano, intentamos imponer tantas cosas, intentamos controlar a tantas personas que acabamos perdiendo al niño que intenta decir y dejarse sorprender dentro de nosotros. Ese niño que es esencia de Buena Noticia y que todos llevamos, ese que nos toma nuestra risa y nuestras sorpresas, que todavía cree en el amor a pesar de todos lo desamores, que reconoce su ignorancia y no le importa porque para él siempre son nuevas todas las cosas, que cada amanecer lo descubre como oportunidad y gozo, que no entiende a los mayores porque sabe que los esencial se juega en otras latitudes del alma, que pide porque está necesitado, que es vulnerable hasta el extremo y no se avergüenza de suplicar el cuidado (aunque a veces se exceda), que espera en las promesas aunque sean descabelladas y que vive en medio de los sueños porque sueño y vigilia se abrazan de una manera increíble y hermosa.
Cafarnaúm de niños siempre últimos. Cafarnaúm bendito y generoso. Todavía es posible