Cuando me hablas del tesoro escondido en el campo, no sé, Señor, si me hablas de tu Sabiduría, de tu Reino o de tu Hijo, aunque intuyo que me hablas, Dios mío, de tu Sabiduría, de tu Reino y de tu Hijo.
Misterio de amor es éste: que Dios haya escondido su tesoro en un campo que cada uno, con lo que tiene, puede siempre comprar.
Entonces el corazón se me vuelve plegaria para que me disponga a dar todo lo que tengo, de modo que, ya sin nada, pueda recibir todo lo que tú me ofreces.
“Dios de los padres y Señor de la misericordia… dame la sabiduría asistente de tu trono… Mándala de tus santos cielos, y de tu trono de gloria envíala, para que me asista en mis trabajos y venga yo a saber lo que te es grato”. Dame, Señor, desear lo que necesito: “Venga a nosotros tu Reino”; dame buscarte “como busca la cierva corrientes de agua”, dame escuchar tu Palabra y guardarla en el corazón, pues en conocerte a ti y a tu enviado Jesucristo está para tus hijos la vida eterna.
Y mientras la fe va desgranando las cuentas de su súplica, y se hace con el campo donde descubrió escondido el tesoro del Reino, el amor de Dios ha dispuesto para sus hijos los bienes que el tesoro encierra: la Palabra en la que Dios se nos comunica, y el cuerpo de Cristo en el que nosotros nos unimos a Dios.
La Iglesia dice: “Dame, Dios mío, la sabiduría”, “venga tu Reino”, y tú, Señor, en la Eucaristía que celebramos y en los pobres que cuidamos, nos das hoy, con tu Hijo, tu Reino y tu Sabiduría.