Hablar de Dios siempre es así de complejo porque lo nuestro son balbuceos. Hoy saldrán a relucir cubos que quieren contener el mar o tres velas unidas que tienen una misma llama o un árbol con tres ramas o… Esto en el mejor de los casos.
Otros optarán por conceptos filosóficos griegos que ya nadie entiende y que quedaron fijados hace muchos siglos para adaptar el discurso sobre la fe al tiempo en el que vivían (y aquí está la paradoja).
Y yo, la verdad, no me atrevo. No me atrevo casi ni a balbucear. Me encantaría quedarme en silencio, que nos quedásemos en silencio, todos. Unos minutos callados que darían densidad trinitaria a la celebración. Unos minutos de silencio gozoso y admirado, de saber que el saber, no nos vale en este caso. De desarmarnos de todos los conceptos (ya sé que es imposible) y dejar que todos hagamos un silencio común. No de esos incómodos de ascensor, sino de esos gozosos de puesta de sol o de bebé en brazos o mano agarrada en el mar. Yo, si fuera quién (que gracias a Dios no lo soy), propondría que en el momento de la homilía todas las iglesias del mundo construyésemos un silencio gozoso y que cada uno bebiésemos el silencio del otro y que cada uno dibujásemos con las pestañas esa Trinidad que no es nuestra pero que es de todos y que pudiésemos (sí Dios así nos lo concediese) acercarnos un poquito, aunque fuese sólo a millones de kilómetros, a ese silencio habitado y sonriente de un Dios que es comunidad desbordada y acogedora ya no de tres sino de infinito habitado y rebosante. Silencio de Dios y de los hombres como nochebuena bella. Belleza que es lo que ni siquiera nos atrevemos a soñar y mucho menos a vivir.
Pero me imagino que mañana hablaré en la homilía. Una pena. Silencio.